Por enésima vez nos ocupamos del tema en esta columna, aunque parece que predicamos en el desierto.
El asunto arranca de varias décadas pasadas, tiene que ver con la vida cotidiana actual y se proyecta ineludible hacia el porvenir. No es novedad que el bloqueo de caminos (o cortes de vía, como los llaman en otras latitudes) ha sido un método esencial en la lucha de los trabajadores y de amplios sectores populares, tanto en el plano propiamente reivindicativo como en las cruentas batallas políticas contra las dictaduras. Bastaría recordar dos ejemplos ya clásicos en esta materia: la resistencia a los golpes militares de noviembre de 1979 (Natusch) y de julio de 1980 (García Meza-Arce Gómez). En ambos casos la respuesta popular fueron la huelga indefinida y el bloqueo general de caminos.
O sea que en determinadas circunstancias, el bloqueo puede poseer un alto grado de legitimidad. Pero de ahí a suponer que esta forma de lucha es válida en todo tiempo y lugar y para cualquier causa, hay una gran diferencia. De hecho, también pueden mencionarse casos negativos muy ilustrativos al respecto, por ejemplo: los bloqueos de cooperativistas mineros (que culminaron con el asesinato del viceministro Illanes, a fines de agosto de 2006); los bloqueos ordenados por los comités “cívicos” en 2019 como parte de la estrategia política para derrocar a Evo Morales; el bloqueo por elecciones de 2020 (con una petición legítima, pero con formas inapropiadas en la emergencia sanitaria de ese momento) y, pocos meses atrás, los bloqueos del transporte pesado pugnando por intereses corporativos, exclusivos del sector.
Dejando de lado los casos renombrados, lo cierto es que el tema de bloqueo se ha convertido en el pan de cada día, una especie de deporte nacional, se producen continuos bloqueos locales cotidianamente y por los más variados motivos, desde el pedido de cambio de una autoridad educativa hasta la edificación de un inmueble o la construcción de un puente. A veces en las rutas troncales hay varios puntos de interrupción, de modo tal que la noticia ya no son los bloqueos, sino la ausencia de ellos.
Lo peor, se mide la efectividad y contundencia de un bloqueo, según la magnitud del daño ocasionado. Cuanto peor, mejor.
Yo bloqueo, tú bloqueas, él bloquea, nosotros bloqueamos. Mueve a risa si no fuera tan dramático, han comenzado a producirse bloqueos contra otros bloqueos. Parece cosa de locos. Bloqueo versus bloqueo.
La cuestión tiene por lo menos dos puntas. La primera: la base social y las dirigencias locales que sin agotar fases previas de petición desencadenan el conflicto y el correspondiente bloqueo de calles, caminos y, sobre todo, carreteras principales; la experiencia parece indicar que esa es la única manera de hacerse escuchar por las autoridades y conseguir la satisfacción de una demanda. La otra punta, precisamente dichas autoridades, por lo general, son incapaces de prever los posibles conflictos y menos buscan soluciones consensuadas antes de que los problemas estallen. Hay insensibilidad burocrática y ausencia de iniciativa en muchos niveles de la administración pública. Esto viene a ser un coadyuvante para la bloqueomanía que los bolivianos padecemos.
Esta no es, afortunadamente, una enfermedad incurable, pero los remedios pueden tomar tiempos muy prolongados. Sabido es, y hay que remarcarlo, que los derechos de unos terminan donde comienzan los derechos de los otros. El derecho de formular peticiones y demandas, y organizarse y movilizarse en pos de conseguirlas, está superconsagrado en nuestra Constitución Política del Estado. No se trata de “criminalizar” las luchas sociales, sino de encauzarlas en la institucionalidad que está en construcción, al calor de una nueva cultura democrática. Esto implica tomar en cuenta el contrapeso natural de ese derecho, el de la libre circulación en todo el territorio boliviano (artículo 21, inciso 7). Difícil, pero no imposible.
Carlos Soria Galvarro es periodista.