Desde comienzos de la década de los años 70 quienes vivíamos en Ciudad Satélite, en El Alto, conocíamos una inmensa mole de cemento que llamábamos con sorna «monumento a CONAVI». Era un enorme tanque de agua, sujeto en pilares de concreto a una altura de casi cuatro pisos. Fue levantado por el Consejo Nacional de Vivienda y jamás, ni un solo día, sirvió para lo que supuestamente había sido construido, a un costo seguramente millonario y con las «coimisiones» que son de suponer.
Tres décadas después tenemos allí funcionando el Museo de Arte «Antonio Paredes Candia».
Allí se exponen de renombrados artistas bolivianos 100 pinturas y 27 esculturas de mármol, basalto y granito, además de 161 piezas arqueológicas de las culturas Mollo y Tiahuanacu (en cerámica, metal y piedra) y 3 ekekos de los años 1890, 1900 y 1945. además de libros y otros objetos culturales
¿Cómo pudo ocurrir este milagro?
Cuenta don Antonio Paredes Candia que en su largo peregrinaje para donar a la ciudad de El Alto sus valiosas colecciones, el ex alcalde Flavio Clavijo había ordenado a uno de sus técnicos que lo acompañara en un recorrido para ubicar y elegir el lugar donde pueda ser levantado el museo. Después de mucho caminar, a la entrada de Ciudad Satélite se toparon con el susodicho «monumento» a la ineficiencia de CONAVI y, con sólo verlo, en su mente brotó la idea de adaptarlo a sus fines. A los técnicos municipales no les gustó la propuesta pues calculaban que la demolición del adefesio de cemento encarecería las obras. Los arquitectos pensaban lo mismo, había que echarlo abajo. Paredes Candia los paró en seco: ¡cómo que demolerlo, utilizaremos esta estructura como esqueleto para la edificación del museo! Y así fue. El 29 de mayo del año 2002 abrió sus puertas al público esta meritoria y desafiante obra, con una arquitectura muy peculiar y a la vez tan funcional, que a nadie se
le ocurriría sospechar de sus orígenes descarriados.
Una millonada en obras de arte
Especialistas museólogos del Viceministerio de Cultura evaluaron al detalle las piezas donadas por don Antonio y las tasaron en la conservadora y modesta suma de 850.000 dólares. Esta cifra podría fácilmente llegar al millón, si se considera las tendencias del mercado siempre ávido de las mejores piezas de los más famosos y ya casi todos desaparecidos artistas. Por ejemplo, «Tambo» de Arturo Borda; «Plato vacío» de Wálter Solón Romero; «Paisaje campestre» de María Luisa Pacheco o «Músico» de Mario Alejandro Illanes, además de otros de Luis Luksic, Eduardo Espinoza, Juan Ortega Leytón, Angel Oblitas, Chire Barrientos, Silvia Peñaloza, Clovis Diaz y cuantos más. También «Mujer y niño», escultura en basalto de Marina Nuñez del Prado; «Cóndor», «Madre», «Ternura» y otras de Víctor Zapana; «Labrador», «El beso» y otras de Agustín Callizaya y Emiliano Luján.
Las piezas arqueológicas, aunque no tienen precio comercial, de no haber sido por la paciente recolección que hizo don Antonio, estarían en manos de mezquinos coleccionistas privados o quizá en museos de otros países.
Tendencia autóctona
Hay en esta muestra pictórica y escultórica, una manifiesta intención de resaltar la temática indígena y el aporte de artistas aymaras, como es el caso de Antonio Llanque Huanca (con su tierno y conmovedor «Vendedor de destinos») y el de Zoilo Linares Calle (con su impactante cuadro titulado «Madre»). Ambos artistas murieron trágicamente en los años 60 siendo todavía bastante jóvenes; el primero violentamente asaltado al recogerse de un presterío y, el segundo, cuando participaba en una manifestación de protesta contra el alza de carburantes, alcanzado por una bala fratricida entre la avenida Buenos Aires y la Garita de Lima.
¡Cuánto merecen ellos ser recordados y que suerte que don Antonio conservó algunas de sus obras!
Y otro tanto puede decirse de las esculturas de Víctor Zapana y Agustín Callizaya. El creador del museo que lleva su nombre, confiesa ese propósito indigenista pues está convencido que El Alto es una ciudad en lo esencial aymara, por eso mismo desde hace más de una década él viene proponiendo que se llame «Ciudad Tupac Katari»… ¿Por qué no?
Gestiones interminables
Cualquiera podría pensar que donar colecciones de arte a una entidad del Estado es un trámite más o menos fácil. Uno se presenta, muestra lo que tiene, pide un inventario minucioso, y ya. Pero en este caso, asómbrese amigo lector, las gestiones tomaron nada menos que ¡doce años!
Todo comenzó en 1990 cuando, durante una donación de libros, a Paredes Candia se le ocurrió decir que, para que El Alto sea considerada una verdadera ciudad, le hacía falta una biblioteca central, un teatro y por lo menos un museo. Ahí mismo encontró respuesta a una íntima preocupación que le inquietaba: a quién o a quienes legaría sus valiosas obras de arte coleccionadas con paciencia y dedicación por más de cincuenta años. Se puso manos a la obra de inmediato, pero jamás imaginó que las gestiones durarían tanto tiempo.
Dos explicaciones caben sin embargo. Una es la proverbial indiferencia de las autoridades públicas por los asuntos de la cultura y que por lo general justifican por la crónica carencia de recursos. La otra, tiene que ver con las condiciones que puso don Antonio para la donación, sin las cuales, como es de imaginar, las colecciones corrían el riesgo de extraviarse o, en el mejor de los casos, permanecer encajonadas por tiempo indefinido.
Las exigencias principales, por supuesto, eran la construcción de un local apropiado y el compromiso de garantizar el libre acceso del público. Ambas condiciones han sido cumplidas, el local quedó perfecto y se han dispuesto las partidas presupuestarias para los sueldos de: un director, una secretaria, un encargado de seguridad y otro de la limpieza.
El actual alcalde de El Alto, José Luis Paredes, es su sobrino carnal, pero no vaya a pensarse que el museo es obra suya. Él sólo le dio el impulso final, nos aclara don Antonio.
Un edificio a pedir de boca
El museo tiene cuatro plantas. En la primera, hay; un salón de retratos; oficinas administrativas, una para el director ejecutivo y custodio del museo, Rubén Herrera Soria y otra para el director honorario vitalicio, don Antonio Paredes Candia; un auditorio con capacidad para 70 personas donde funciona una videoteca; además de un amplio espacio para exposiciones no permanentes.
En la segunda, denominada «Antonio Llanque Huanca» y que es la más espaciosa, se ubica la colección pictórica ya mencionada.
En la tercera, que lleva el nombre del investigador Carlos Ponce Sanjinez, están las piezas arqueológicas.
La cuarta planta, llamada «Víctor Zapana», el frustrado tanque de agua, alberga las esculturas. A este espacio extravagante, casi esférico, se le han abierto amplios ventanales en los cuatro puntos cardinales por lo que se ha convertido en un excelente mirador. Desde allí se puede recrear la vista con la magnificencia de las montañas nevadas, el severo y extraordinario paisaje altiplánico y gran parte de la mancha conurbana de La Paz y El Alto.
Según la escrupulosa estadística de los responsables del museo, hasta el día en que lo visitamos, a menos de 10 meses de su inauguración, lo habían visitado ya 16.541 personas, principalmente niños y jóvenes de los establecimientos escolares. La entrada es gratuita y funciona de martes a domingo.
Derecho a la vanidad: «Que me entierren aquí»
Antonio Paredes Candia es uno de nuestros escritores más prolíficos del Siglo XX. En más de un centenar de libros ha recogido las manifestaciones, las habilidades, los gustos, el modo de ser, las costumbres y los sentires de la cultura popular boliviana. Si bien nos confiesa que se acuesta y se levanta pensando en el museo, «su hijo más querido», no cesa su producción bibliográfica. Cuando lo visitamos para escribir estas notas, nos dio a conocer su primer libro del año: «El castigo: tradición y folklore» (Ediciones Isla, enero de 2003, 179 p.) y con éste son ya más de media docena los libros publicados por él desde que comenzó el Siglo XXI.
Enrique Magallanes, un escultor de 20 años, una verdadera promesa para esta disciplina artística, trabajó una estatua de Antonio Paredes Candia de tamaño natural. Cuando él se enteró y se vio reflejado en el granito, tomó la decisión de que al morir lo sepulten allí mismo. En la tierra altiplánica, a 4082 metros sobre el nivel del mar, junto a una obra que lo llena de legítimo orgullo y al pie de la roca trabajada que lo recordará por siempre.
La decisión de que el museo lleve su nombre no fue idea suya, sino del Concejo Municipal. El admite que no se opuso y reconoce que, como a cualquier ser humano, eso halaga su vanidad y le llena de íntima satisfacción.
Convendrán, amigos lectores, que la obra multifacética de Antonio Paredes Candia, le da sobrado derecho a gozar en vida de ese reconocimiento. Y se trata de un reconocimiento exclusivamente moral, pues la Alcaldía de El Alto no pagó ni un centavo por los objetos de arte, ni le paga un real al donante por su labor cotidiana de supervisión y apoyo, como director honorario vitalicio del museo.
(Escrito poco antes del fallecimiento de Antonio Paredes Candia, en 2004. Se publicó en el semanario «Pulso»)
Carlos, si hubiese sido memoria histórica que escribes, yo hubiera olvidado para siempre este singular monumento, pese a que viví e Ciudad Satélite 15 años.