‘Tío Peto’, guardián de la memoria

La Razón La Paz / 12 de junio de 2022

‘Recordatorio: estampas de la segunda mitad del siglo XX’, nuevo libro de Carlos Soria Galvarro, ‘Tío Peto’

Como hizo Gabriel García Márquez con sus Doce cuentos peregrinos, el periodista Carlos Soria Galvarro se sumergió en el mar de sus recuerdos y papeles, y recuperó 13 episodios inéditos hasta hoy. Esos “relatos autobiográficos” quedaron hilvanados en su más reciente obra Recordatorio: estampas de la segunda mitad del siglo XX.

A diferencia de los contenidos del premio nobel de literatura (1982), los relatos del Tío Peto (Soria Galvarro) no son producto de la ficción. En realidad, son el resultado del vínculo de un “revolucionario” boliviano, que militó en las filas del movimiento obrero y popular desde sus 15 años (1959), y la historia del país.

Su libro tiene 283 páginas y está organizado en 13 capítulos, que incluyen textos insertos, enlaces digitales, fragmentos imaginarios —“a partir de lo verificable y de lo histórica y contextualmente posible”, diría el escritor Leonardo Padura— e ilustraciones reveladoras.

MORALEJA.

Soria Galvarro nació en Parotani, Cochabamba, el 17 de julio de 1944. Hasta sus 11 años vivió en el área rural. Junto a su familia, migró a varios poblados vallunos (Parotani, Vinto, Quillacollo y Pairumani) y San Isidro, en Santa Cruz.

Como un buen guardián de la memoria, en su obra destacó un inolvidable episodio de su infancia. Cuando visitó la ciudad de Cochabamba, tuvo un “percance de lector impenitente”. A sus seis años, un buen día, en el Mercado Central, se distrajo con los grandes letreros y los colores vivos de las frutas. En ese descuido, su padre le jugó una broma: se escondió. Al sentirse solo y perdido, ante la burla de la gente, rompió en llanto.

Luego de unos minutos, su progenitor apareció para calmar su aflicción. Desde ese momento, nunca más soltó su mano. Así, aprendió que “la lectura no es mala, pero hay que seguir los caminos de la vida sin dejar de estar atentos al entorno”.

LECTOR.

En cuarto de primaria, su familia se trasladó a San Isidro, donde había una pequeña escuela (con primero y segundo básico, únicamente). En ese tiempo, sus nuevas obligaciones eran transportar agua del río y proveer de leña al hogar.

A falta de escuela, el pequeño Carlos se formó con libros. “Mi previsora mamá había llevado una nutrida colección de novelas de Julio Verne y el infaltable Los grandes inventos del científico francés Louis Figuier”.

Esos años fueron los “más felices” de su vida. Él disfrutaba sus días con Los hijos del capitán Grant, La vuelta al mundo en 80 días, Viaje al centro de la tierra, Dos años de vacaciones, Robur el Conquistador, De la Tierra a la Luna, Veinte mil leguas de viaje submarino, entre otros títulos. Todo eso fomentó su “adicción” por la literatura y le permitió viajar “con la imaginación por el ancho mundo y sus alrededores”. Ese contacto con los libros y la imprenta lo definieron como “homo tipográficus”.

KOMSOMOL.

Su primer viaje real fue a sus 19 años. Con una chamarra de cuero con fragmentos de lana, confeccionada por su madre, emprendió vuelo hacia Moscú. Allí, estudió en la Escuela de formación de cuadros políticos Komsomol.

En su texto narró que los primeros manuales de consulta en la academia fueron los elaborados en el periodo de la burocracia estalinista, calificados por el guerrillero Ernesto Che Guevara como “ladrillos soviéticos”. Los países del socialismo real, con sus esquemáticas creencias, se encaminaban al abismo.

La biblioteca era muy pobre en traducciones del ruso al castellano, incluso de material literario actualizado o clásico. Se notaba que había sido “cuidadosamente expurgada”, no había un solo texto de autores “herejes” (Mao Tse Tung, Rosa Luxemburgo, Antonio Gramsci, Georg Lukács, Trotsky ni los latinoamericanos José Carlos Mariátegui o Aníbal Ponce, entre otros), agregó.

IDILIO.

En la fiesta de año nuevo de 1964 la conoció. A pesar de que transcurrieron varios lustros aún la recuerda: “Los ojos parecían guardar una oculta tristeza que podía oscurecer fugazmente su semblante si apagaba la sonrisa con la que parecía defenderse todo el tiempo. Sus largos cabellos color miel-canela caían como cascadas discretas cuando desataba chales o pañoletas con los que frecuentemente los tenía sujetos (…). Su voz cantarina sonaba a un tintineo de dulzura infinita, con el labio inferior un poquitín sobresaliente, su hablar poseía resonancias guaraníes. Un tanto espigada, de estatura entre media y alta, su cuerpo parecía hecho a propósito para la danza, inspiraba una inmensa ternura con una mezcla de pasiones inevitables”.

Sus seudónimos eran Marina y Moisés; sus verdaderos nombres: Soledad y Carlos, “un solo corazón”. En los primeros días de enero de 1964 empezó el idilio. Empero, la tristeza y los recuerdos los separaban en instantes. Sucede que ella fue víctima de cuatro neonazis que la golpearon y tatuaron, a filo de navaja, dos esvásticas en sus dos piernas.

Ese acto tuvo repercusión internacional y fue unos de los “signos de la barbarie” fascista que el también llamado “Qhechi” (cabello erizado), luego, combatió toda su vida.

RECORDATORIO.

Lo citado líneas arriba es solo el retrato de sus primeros años, que lo forjaron como un militante revolucionario.

En otros episodios del Recordatorio, reveló datos inéditos sobre su activa militancia en la “Jota” (Juventud Comunista de Bolivia); la reacción del partido ante las masacres mineras de 1965 y 1967; su rol en las reuniones donde el Partido Comunista de Bolivia (PCB) se distanció de la guerrilla del Che; las acciones colectivas contra las dictaduras, y sus “cavilaciones” sobre el papel del partido en la revolución.

Luego, con documentos y nombres de militantes, analizó la división del PCB en su V Congreso (1985). En el último capítulo, “Veinte retrospectivas sobre un tema existencial”, realizó una crítica a la “apología de la muerte”, donde reivindicó el valor de la democracia, a favor de los intereses nacionales y populares.

PETO.

En 1980, conversó con el historiador y catedrático Alberto Crespo, quien le sugirió terminar la Carrera de Historia. Soria Galvarro le comentó que descubrió en el periodismo “su oficio principal”.

Lo que no le dijo a Crespo, en aquella ocasión, fue que habían otras razones “íntimas” para abrazar ese oficio: la relación con sus hijos, Antonio y Floriana, nacidos en 1968 y 1969.

“Vi crecer a mis retoños hasta el año 1971. De ahí adelante, impuesta la dictadura de Hugo Banzer, largas ausencias, solo encuentros esporádicos y furtivos, visitas clandestinas en las que ellos no podían decir papá, pues las paredes y los vecinos tenían oídos. (En ese marco) inventamos la figura de un tío lejano llamado Peto y que en muy raras ocasiones visitaba la casa. Medio siglo después, los dos me siguen llamando con ese nombre, al igual que los cuatro nietos”.

Este último suceso sintetiza la manera en que vivió y se forjó, a fuego candente, Carlos Soria Galvarro, guardián de la memoria colectiva y revolucionario a tiempo completo.

(*)Miguel Pinto P. es periodista