El voto en democracia no lo es todo. Pero no hay democracia sin voto. Así de simple. A pocos días de que bolivianos y bolivianas concurramos nuevamente a las urnas, vale la pena reflexionar sobre el tema a la luz de algunas referencias históricas, de viejos debates y vivencias que hicimos en más de medio siglo.
El decreto del Mariscal Sucre emitido el 9 de febrero de 1825 a su arribo a La Paz, luego de la resonante victoria de Ayacucho, dio lugar a que ejercieran el derecho a decidir la suerte del Alto Perú apenas un puñado de “señores notables”. Entre los 47 personajes que declararon la independencia solo dos, Lanza y Ballivián, habían combatido contra el régimen colonial en las filas patriotas, los demás eran o curas o abogados realistas hasta el día anterior. No había indígenas, ni mujeres, ni pobres, ni analfabetos, ni jóvenes. Bolivia nació bajo el signo de la exclusión.
Con pocas variantes, ese esquema de voto “calificado” se mantuvo hasta la irrupción popular de 1952. El “voto universal” se ejerció por primera vez en las elecciones de 1956. De ahí en adelante este derecho se amplió y perfeccionó con la papeleta multicolor, las diputaciones uninominales, el voto a los 18 años, la paridad de género y otros ajustes. La nueva Constitución Política (2009) le da al Electoral la categoría de un cuarto órgano del poder público, junto al Legislativo, Ejecutivo y Judicial, cuya esencia de funcionamiento es “la independencia, separación, coordinación y cooperación de estos órganos”.
En los antiguos debates de la izquierda se tenía cierto desdén por la democracia “burguesa” que solo cabía aprovechar para difundir el programa y conquistar algunos espacios para promover las reivindicaciones populares. Tuvimos que atravesar la resistencia a las dictaduras fascistas para entender a cabalidad que la lucha por la democracia es inseparable de la lucha por las transformaciones revolucionarias, y que la democracia implica, tanto representatividad y derechos ciudadanos como participación del pueblo y lucha por sus demandas más sentidas.
En tiempos más recientes, algunas corrientes planteaban una radical contraposición entre democracia representativa “liberal” (un ciudadano, un voto) y democracia comunitaria o directa (decisiones colectivas). La una era mostrada como parte de la dominación colonial de las élites racistas, y la otra, como el sumun de las virtudes de los pueblos originarios. En esos amagos de debate yo solía esgrimir dos argumentos: en primer lugar, la conmovedora defensa que en 1979 el pueblo aymara hizo de sus ánforas, cuando eran depositadas para el recuento tramposo en el Coliseo Cerrado (obstinados mallkus y jilakatas cuidaron su legítimo derecho al sufragio); y en segundo término, la muestra patente de la inviabilidad de la democracia directa en corporaciones más o menos grandes como la universidad, donde se pretendía que la asamblea general docente-estudiantil sea la “máxima autoridad”.
La CPE vigente dice en su artículo 11 “La República de Bolivia adopta para su sistema de gobierno la forma democrática participativa, representativa y comunitaria, con equivalencia de condiciones entre hombres y mujeres”. Y en el 26 se enuncia el derecho de todas y todos a: “…participar libremente en la formación, ejercicio y control del poder político, directamente o por medio de sus representantes y de manera individual o colectiva”. Y ese derecho a la participación comprende entre otros “El sufragio, mediante voto igual, universal, directo, individual, secreto, libre y obligatorio, escrutado públicamente”. Ni más ni menos que eso.