Con discretas conmemoraciones, especialmente en el ámbito de las discusiones académicas y sin ningún ruido multitudinario, se cumplieron en este noviembre los 100 años de la Revolución rusa. En el mundo entero el acontecimiento marcó a varias generaciones, inclusive a la nuestra, la que ingresó a la arena política en la década de los años 60.
En éste, como en otros temas, no esperamos años redondos para emitir criterios y reflexionar sobre las peripecias que nos tocó vivir. Es así que hace más de un decenio escribimos unas pinceladas tituladas 20 retrospectivas… La primera de esas miradas, resultante de más de un cuarto de siglo de fervorosa militancia revolucionaria, decía lo siguiente: “¡Los increíbles años 60! La década se inició con entusiasmos desmedidos. “El principal rasgo de nuestra época consiste en que el sistema socialista mundial se va convirtiendo en el factor decisivo del desarrollo de la sociedad humana..?”.
Reunidos en una conferencia en Moscú, así veían 81 partidos comunistas de todo el mundo aquel momento histórico. Y quizá no exageraban. La Unión Soviética emergía como una superpotencia, disputándole la supremacía a Estados Unidos, país al que Nikita Jruschov se proponía alcanzar y superar en 20 años.
En 1956, el XX Congreso del Partido Comunista de la URSS había revelado y condenado los crímenes de Stalin. Los demonios malignos del socialismo habían sido exorcizados. Estaba en vías de consolidarse lo que se llamó la “comunidad socialista mundial”. La Unión Soviética, China y las “democracias populares” de Europa y Asia abarcaban un tercio del planeta.
Desde su espectacular vuelo cósmico, Yuri Gagarin proyectaba, con su ancha sonrisa, una irresistible imagen de triunfo. Si bien la URSS había enviado los tanques a Hungría supuestamente para “aplastar a la reacción”, también había impedido la agresión a Egipto cuando Gamal Abdel Nasser nacionalizó el Canal de Suez. Apoyaba el impetuoso proceso de descolonización de África y Asia, y apoyaría también a Cuba desde 1959. Todo parecía indicar que efectivamente el mundo vivía “el paso continuado, irreversible y sistemático del capitalismo al socialismo”, proceso iniciado con la Gran Revolución Socialista de Octubre de 1917.
Tras el telón de fondo de la Guerra Fría, iniciada luego de la derrota de la Alemania de Hitler, los dos sistemas sociales competían en todos los terrenos; y creíamos que en un clima de coexistencia pacífica el socialismo demostraría ser superior. Más y más pueblos protagonizarían las revoluciones socialistas o de liberación nacional. El capitalismo se hundiría irremediablemente, sumido en sus propias contradicciones y al influjo de la lucha antiimperialista mundial.
Todos estos cálculos resultaron dramáticamente fallidos. Eran sueños revolucionarios que no se cumplieron. Peor todavía, muchas tendencias marcharon exactamente al revés (…)” (Revista Barataria, Nº 2, La Paz, abril de 2005). Hasta aquí lo que se dijo en las “retrospectivas”, algo así como fragmentos testimoniales que pugnaron por salir de la garganta sin aguardar fechas conmemorativas.
¿Qué decir ahora que se ha cumplido el primer centenario de la Revolución? Por el momento nos quedamos con una frase humorística escuchada por ahí: “Pensar que todo fue malo en la Revolución rusa, es no tener corazón. Pensar que es un modelo a ser imitado, es no tener cabeza”. Resulta necesario y posible recoger lo mejor de su legado en pro de una nueva sociedad, equitativa, libre y fraterna. Pero resulta más que urgente reflexionar no solo sobre errores, distorsiones y desviaciones ocurridos en la práctica, sino también sobre aspectos conceptuales y teóricos que no priorizaron los principios democráticos, componentes esenciales y supremos de cualquier cambio social verdadero.