Bajo el rótulo de Siluetas aparecieron en esta columna nombres que intentaba evitar caigan en el olvido o rescatarlos de la penumbra de la desmemoria. Renuncié a esta práctica al sentirme incómodo en el rol de redactor oficial de obituarios de una generación que está en plena retirada y de la que yo mismo formo parte. Sin embargo, el torbellino de la pandemia nos dejó en calidad de sobrevivientes de un naufragio, y como tales, obligados a contarlo todo. Por eso vuelvo con las Siluetas sin limitación alguna. Escribiré sobre mis entrañables compañeros y amigos del alma: Ramiro, Huracán, Ruly, Remberto y todos los que acudan a mi memoria. También sobre gentes sencillas y humildes que se niegan a morir en los recuerdos, como es el caso siguiente.
Mucho más que simple artesano, Rafito Mejía era un verdadero artista en el empastado de libros. Medio siglo después conservo varios de sus trabajos, en especial un diccionario Larousse al que le puso un macizo lomo de cuero legítimo.
Vivía en un conventillo paceño casi al frente de la actual RTP. Cuidaba de una tía muy anciana a la que levantaba en sus vigorosos brazos, sin bajarla de su silla de ruedas. La única compañía de ambos era una docena de gatos.
El hombre tenía dos problemas graves: su visión cada vez más escasa, y las malas relaciones con su dueño de casa. Corto de vista, acercaba a la altura de sus ojos los objetos de su trabajo y para mayor seguridad palpaba con las yemas de sus dedos las letras en bajo relieve que imprimía en tapas y lomos de los libros. Con el propietario tenía frecuentes altercados (quizá por el tema de los gatos), intentos de desalojo, citaciones policiales, cortes intempestivos del agua o la luz. Rafito ejercía una suerte de liderazgo entre los inquilinos, víctimas como él de la prepotencia.
Rafael Mejía, a comienzos de los años 70, era un orgulloso militante de base del Partido Comunista de Bolivia. Cumpliendo una tarea con honor y, por supuesto, sin emolumento alguno, una noche de esas salió con su grupo a una pegatina de afiches y el consiguiente “rayado mural”. Desafortunadamente fueron detectados por los organismos de represión y violentamente agredidos. A Rafael le arrojaron la pintura en la cara. Como es de imaginar, lo dejaron casi completamente ciego.
No supe más de él hasta que casualmente nos encontramos en la mismísima esquina de la calle Bueno. El cambio era total. Lucía un traje limpio y nuevo como hecho a su medida. La mirada firme con apenas algo parecido a un ligero estrabismo en uno de los ojos. Eufórico contó que el Partido lo había mandado a Moscú y gracias a la solidaridad proletaria internacional de los soviéticos, había salvado uno de sus ojos y el otro fue reemplazado por uno de vidrio.
— A que no reconoces cuál es cual, me dijo con picardía.
Mientras conversábamos, varios viandantes lo saludaron al pasar. Era indudable que su prestigio entre vecinos e inquilinos se había acrecentado.
Así las cosas llegó el 21 de agosto de 1971: instauración de la dictadura fascista de Banzer. Supimos que Rafael al igual que miles de personas fue detenido en las primeras semanas. El dueño del conventillo se había cobrado los agravios denunciándolo.
Pasaron varios meses sin tener noticias. En la resistencia clandestina impulsábamos cadenas de solidaridad, no siempre efectivas por el clima de terror generalizado.
Una noche me dirigía a un importante contacto por la avenida Pando, cuando vi a un hombre reclinado en el dintel de un portón. Pese a lo sucio y arrugado reconocí el traje. A pesar de la barba y la mugre identifiqué sus facciones. Pero lo que me dio la certeza definitiva de quien se trataba era el cuenco vacío de uno de sus ojos del que manaba pus que manchaba todo su costado. Era una piltrafa humana. Respiraba ruidoso y no me contestó cuando intenté decirle algo. Nada pude hacer por él en ese momento ni después.
Lo más probable es que Rafael Mejía murió abandonado en alguna calle.
Carlos Soria Galvarro es periodista.
Muy triste es la realidad de un valiente luchador por un mundo mejor y más justo.
Honor y gloria a su recuerdo.
Le conocí cuando el orgullosamente mencionaba que era comunista. Otro combatiente por la liberación del país de muchos otros que ofrendaron su vida.
Una historia de muchas que los revolucionarios no más conocen. Brindando su vida por un mejor país.