El surgimiento de demandas muestra una sociedad civil activa y potencialmente participativa incluso en la solución de los conflictos.
Tristemente memorable mes de enero del año 21 del siglo ídem. El país ha superado los picos más altos de las cifras de contagiados y fallecidos de la primera ola. La pandemia a estas alturas tiene ya en su haber más de dos millones de víctimas mortales en todo el mundo. En Bolivia las muertes de enero, directa o indirectamente resultantes del virus COVID-19, nos han golpeado con particular rudeza porque involucraron a personalidades públicas, cuya ausencia se hace muy notoria, siendo como somos un país pequeño. Figuran en esa lista macabra, Ramiro Barrenechea, poeta, político revolucionario y docente; Felipe Quispe, líder insurgente aymara; Gil Imaná, pintor de máxima excelencia; Edgar ‘Huracán’ Ramírez, esclarecido líder obrero y trabajador de la memoria; Rolando Villena, defensor incansable de los Derechos Humanos; Osvaldo «Chato» Peredo, ex guerrillero, político y medico; Juan Carlos Pinto, escritor y activista del cambio social; José Nogales, Iván Miranda y Edwin Flores, consagrados en el periodismo y la docencia. Y, de seguro, la lista podría continuar.
Hacer el intento de analizar algunos elementos de la coyuntura implica sobreponerse a estas y otras pérdidas en las que hay familiares, compañeros, amigos, conocidos y desconocidos. Quizá por eso el primer tema que nos viene a la mente es el de los conflictos, su manera de plantearlos y su forma de atenderlos.
Empecemos diciendo que la sociedad boliviana es altamente conflictiva, está plagada de acciones reivindicativas que con frecuencia desembocan en enfrentamientos. Conflictividad que no siempre posee una connotación negativa. Por el contrario, suele poner al desnudo problemas reales que demandan soluciones urgentes de parte de instancias del Estado, sean éstas ministerios, gobernaciones, municipios u otras. Por lo demás, el surgimiento de demandas muestra una sociedad civil activa y potencialmente participativa incluso en la propia solución de los conflictos. El problema se complica cuando impera la desmesura y cuando un pequeño conflicto local alcanza niveles regionales o nacionales. Podrían citarse decenas de casos en los cuales campean las desproporciones, por ejemplo, el pedido de renuncia de un alcalde rural, un concejal o algún director de educación o salud, deriva en un bloqueo de una ruta interdepartamental o internacional, ocasionando enormes daños a la economía y sufrimientos indecibles a pasajeros atrapados en los caminos.
Se ha desarrollado en el país una perversa cultura del conflicto que tiene como herramienta principal la interrupción del paso por calles y carreteras. La contundencia de estas “medidas de presión” se mide por el daño ocasionado. En cuanto mayor sea el perjuicio y mayor el número de personas afectadas la medida será más “contundente”. Se apela al derecho constitucional a la protesta, olvidando deliberadamente otros principios constitucionales que consagran derechos y libertades.
Con o sin nueva normativa, trabajadores de la salud, transportistas, trabajadores del rubro energético y de servicios esenciales, debieran abstenerse de paralizar sus labores y menos aún participar en bloqueos, lo que no supone abandonen sus demandas y dejen de hacer escuchar sus protestas y propuestas. Y por otra parte, las autoridades en todos los niveles debieran vencer la modorra burocrática o el sectarismo político, atender las demandas sin esperar que se conviertan en conflictos y, dejando de lado la chicanería barata, cumplir lealmente los acuerdos alcanzados.
Todo ello por lo menos mientras dure la emergencia sanitaria que padecemos. ¿Prédica en el desierto?
Carlos Soria Galvarro es periodista.