Las urnas, libres de cualesquier manipuleo fraudulento, son el mejor camino para resolver nuestras controversias
Al evocar los 37 años de instauración del régimen democrático en el país, el 10 de octubre de 1982, imposible no tener en cuenta que aquella fecha estuvo precedida de 18 años de predominio dictatorial ejercido por fracciones de las Fuerzas Armadas, muy a tono con los mandatos de la doctrina de la “seguridad nacional”.
Lo que ocurría no era una exclusividad de Bolivia. Fenómenos similares tuvieron lugar en la mayoría de los países latinoamericanos, y con especial crudeza en el cono sur del subcontinente: Brasil, Argentina, Chile, Uruguay y Paraguay. Los grupos oligárquicos nativos articulados al poder imperialista de Estados Unidos respondieron con brutalidad fascista a los movimientos populares insurgentes, sean éstos de la vía pacífica electoral como en Chile y de cierta manera Brasil, de radicales acciones obreras como en Bolivia, o de respuestas armadas ante el cierre de los caminos democráticos, como en Argentina y Uruguay.
No es de extrañar, por tanto, que la resistencia a estos regímenes haya adoptado como denominador común la reivindicación democrática. ¿Qué entendíamos por democracia en las filas de la oposición a las dictaduras? Ante todo, el respeto a los derechos humanos; el ejercicio de los derechos y libertades ciudadanas; la libertad de expresión y de organización; el derecho a disentir, a demandar, a protestar, a circular libremente dentro y fuera del país. Y todo esto derivaba inevitablemente en los derechos políticos de elegir y ser elegidos, y la realización de elecciones libres para la conformación de los poderes públicos.
En los 18 años que van desde 1964, desde el golpe de Estado de René Barrientos hasta 1982, cuando asume el poder Hernán Siles Zuazo, hubo de todo. Confrontaciones sangrientas con los trabajadores (mayo y septiembre de 1965); elecciones más o menos fraudulentas como las de 1966 en las que Barrientos se constitucionalizó; masacres como la de San Juan en 1967; asesinatos de prisioneros en 1967 y 1970 (Ñancahuazú y Teoponte); golpes de Estado a granel: 1969 (Ovando), 1971 (Banzer), 1978 (Pereda y Padilla), 1979 Natusch y 1980 (García Meza). Todo ello entremezclado con las cortas aperturas o “veranillos” democráticos como los que se abrieron con Juan José Torres (no llegó al poder a través del clásico madrugón ni mediante el voto, pero devolvió las libertades), o David Padilla Arancibia, quien se limitó a convocar a elecciones. Son también de este periodo los cortos mandatos de Wálter Guevara Arze y Lidia Gueiler Tejada, emanados del Poder Legislativo, pero prisioneros del aparato militar golpista, incapaces de desmontarlo.
Finalmente, hay que recordar que la instalación de un gobierno democrático en 1982 fue la culminación de tres elecciones generales consecutivas: la fraudulenta escandalosa organizada por Hugo Banzer Suárez en 1978 (tuvieron que anularla); la organizada por Padilla en 1979, que se empantanó en el Congreso; y la presidida por Gueiler en 1980, cuyos resultados fueron desconocidos por Luis García Meza y los golpistas del 17 de julio.
Las decenas de procesos electorales en diversos niveles y espacios realizados en los 37 años posteriores muestran una ciudadanía activa y vigilante, cada vez más responsable y consciente en defensa de los valores democráticos. Este recorrido genera una clarísima lección: las urnas, libres de cualesquier manipuleo fraudulento, son el mejor camino para resolver nuestras naturales controversias entre bolivianos. Y así debe serlo una vez más.