Progreso Paz y familia

Urkupiña me trae simpáticos recuerdos de la infancia, puesto que nací en la provincia Quillacollo y viví hasta los diez años en las inmediaciones de su ciudad capital, pero no puedo dejar de relacionar a la Virgen con un amigo que había nacido en la misma fecha de la fiesta: 14 de agosto. Sus padres, minero de Asturias el uno y campesina de Andalucía la otra, combatieron en la Guerra Civil Española. Se llamaban Manuel Paz y María Márquez. Ellos hablaban muy poco de esa sombría y seguramente muy dolorosa parte de sus vidas, de 1936 a 1939. Y menos aún de la etapa posterior, cuando cientos de miles de españoles republicanos (socialistas, comunistas, anarquistas y de otras tendencias) tuvieron que cruzar la frontera derrotados, en muchos casos enfrentados entre sí, para refugiarse en Francia, país que tuvo inevitablemente que acogerlos en masa por su vecindad geográfica. Francia y el resto de las democracias europeas a título de “no intervención” fueron incapaces de frenar la brutal intervención de Hitler y Musolini, quienes sí apoyaron al generalísimo Franco en esa guerra civil, preámbulo de la Segunda Guerra Mundial.
Cuando Manuel y María no se habían adaptado todavía a las precarias condiciones del asilo, y ni siquiera habían aprendido el idioma, sobrevino la capitulación de Francia, la ocupación de su territorio por parte de la Alemania de Hitler y la formación de un gobierno títere en Vichy. Las condiciones de por sí duras para los asilados españoles empeoraron dramáticamente; fueron obligados a trabajos forzados y encerrados en los terribles campos de concentración. Muchos murieron por inanición o malos tratos o fueron fusilados por los ocupantes. Por esa época se debió formar la pareja de Manuel y María, ya que por lo menos dos de los hijos, Progreso y Liberto, nacieron antes de la liberación de París en junio de 1944, la última nació después de la guerra y llevó el esperanzador nombre de Iberia.

En 1951, por gestiones de la Cruz Roja internacional, llegaron a Bolivia en calidad de emigrantes, se establecieron en Cochabamba y trabajaron duro en una granja alquilada donde fabricaron mantequilla y criaron vacas y gallinas. Conocí a esta familia siendo apenas un adolescente. Quizá lo que más me impactó al comienzo fue el lenguaje rudo e irrespetuoso que usaban para referirse a temas como Dios y la Hostia Consagrada, mentados en pocas pero muy sonoras interjecciones. El colegio nocturno Teodomiro Beltrán fue el nexo inicial de una profunda y prolongada amistad entre ellos y nosotros. Relación que casi se volvió parentesco. Progreso estuvo a punto de ser mi cuñado, e Iberia fue mi amor platónico, intangible e inalcanzable, durante algunos años.

Manuel fumaba constantemente cigarrillos negros Astoria y arrastraba una silicosis pulmonar desde sus tiempos de minero; fue el primero en partir. Le siguió años después María, mujer gruesa pero enérgica y emprendedora, verdadero timón de su familia. Solía entonar canciones de Lola Flores y ensayar algunos compases de paso doble o flamenco en las tertulias guitarreadas con muchos jóvenes que ayudábamos en las duras faenas del campo. A continuación se fue Liberto, el más informal y bohemio, gustaba cantar rancheras mexicanas en serenatas a capela y se ganó la vida enseñando un francés macarrónico aprendido en su infancia. Iberia, un tanto amargada por los sinsabores de la vida y sin poder conservar hasta el final su rutilante belleza, no obedeció a los médicos que le exigían dejar el tabaco, sabía que así acortaba sus días. Cerrando el ciclo, se marchó Progreso, el que cumplía años junto con la Virgen, se había graduado como agrónomo en Cochabamba, pero vivió y progresó, al ritmo de su nombre, en Santa Cruz. Los Paz-Márquez dejaron numerosa descendencia que ya no conozco, nuevos bolivianos y bolivianas que quiero suponer heredaron la pasión por el trabajo de sus padres y abuelos.