En 1951, por gestiones de la Cruz Roja internacional, llegaron a Bolivia en calidad de emigrantes, se establecieron en Cochabamba y trabajaron duro en una granja alquilada donde fabricaron mantequilla y criaron vacas y gallinas. Conocí a esta familia siendo apenas un adolescente. Quizá lo que más me impactó al comienzo fue el lenguaje rudo e irrespetuoso que usaban para referirse a temas como Dios y la Hostia Consagrada, mentados en pocas pero muy sonoras interjecciones. El colegio nocturno Teodomiro Beltrán fue el nexo inicial de una profunda y prolongada amistad entre ellos y nosotros. Relación que casi se volvió parentesco. Progreso estuvo a punto de ser mi cuñado, e Iberia fue mi amor platónico, intangible e inalcanzable, durante algunos años.
Manuel fumaba constantemente cigarrillos negros Astoria y arrastraba una silicosis pulmonar desde sus tiempos de minero; fue el primero en partir. Le siguió años después María, mujer gruesa pero enérgica y emprendedora, verdadero timón de su familia. Solía entonar canciones de Lola Flores y ensayar algunos compases de paso doble o flamenco en las tertulias guitarreadas con muchos jóvenes que ayudábamos en las duras faenas del campo. A continuación se fue Liberto, el más informal y bohemio, gustaba cantar rancheras mexicanas en serenatas a capela y se ganó la vida enseñando un francés macarrónico aprendido en su infancia. Iberia, un tanto amargada por los sinsabores de la vida y sin poder conservar hasta el final su rutilante belleza, no obedeció a los médicos que le exigían dejar el tabaco, sabía que así acortaba sus días. Cerrando el ciclo, se marchó Progreso, el que cumplía años junto con la Virgen, se había graduado como agrónomo en Cochabamba, pero vivió y progresó, al ritmo de su nombre, en Santa Cruz. Los Paz-Márquez dejaron numerosa descendencia que ya no conozco, nuevos bolivianos y bolivianas que quiero suponer heredaron la pasión por el trabajo de sus padres y abuelos.