Se ha dicho con razón que las revoluciones no están en una vitrina en la cual puede escogerse un modelo según preferencias, gustos o esquemas teóricos preconcebidos. Los grandes procesos transformadores ocurren con sus propias peculiaridades, con su carga de sorpresas, con vericuetos insospechados, con molestosas impurezas y con desafíos no previstos.
Al cumplirse nueve años de lo que vino en llamarse “Proceso de Cambio” y al haber asumido el presidente Evo Morales su tercer mandato, resulta ineludible hacer algunas constataciones y reflexionar al respecto. Sin entrar en el debate bizantino de si esto es o no una revolución y de qué tipo, hay que comenzar reconociendo que muchas cosas han cambiado. A pesar de errores, incoherencias y tropiezos el saldo es positivo, aunque no siempre coincida con expectativas, aspiraciones y diseños subjetivos que muchos teníamos en la cabeza, con respecto a lo que suponíamos debía ser un auténtico proceso de cambios revolucionarios.
El país ha recuperado, en lo fundamental, el control de sus riquezas, aspecto determinante para una gestión exitosa que con atisbos de redistribución que reduce la pobreza y atenúa las desigualdades sociales. La coyuntura de los altos precios tuvo su parte, pero hay que recordar que durante la dictadura de Banzer (1971-78) hubo un auge parecido y sin embargo los resultados fueron diametralmente opuestos, unos pocos resultaron beneficiados y las consecuencias las pagamos todos con la hiperinflación posterior.
Ahora amplios sectores sociales, antes oprimidos y discriminados, ocupan la palestra pública y han desplazado de los espacios del poder a las tradicionales minorías oligárquicas.
Bolivia ha recuperado la capacidad soberana de tomar sus propias determinaciones, erradicando la injerencia imperialista. Es parte de procesos similares que se dan en América Latina con hondas repercusiones en todo el mundo.
Los logros de nueve años de gestión están a la vista, aunque no siempre se advierten lo suficiente debido al uso propagandístico que se hace de ellos en las campañas oficiales. No vamos a insistir en ello.
Con el propósito de aportar veamos más bien, con espíritu crítico, algunos aspectos negativos que dañan al proceso y podrían debilitarlo y comprometer su perspectiva.
En el marco democrático se ha ido construyendo una nueva institucionalidad que a veces no se respeta. Se relativiza el cumplimiento de las leyes alentando tentaciones autoritarias. Por ejemplo, ¿por qué los candidatos del partido de gobierno hacen campaña con entrega de obras, siendo así que la ley electoral lo prohíbe?
Y ese mismo incumplimiento de normas ¿no es acaso el caldo de cultivo para la corrupción?
Con alguna frecuencia los hechos no concuerdan con las palabras, se dice una cosa y se hace lo contrario. ¿Acaso es compatible el concepto de Vivir Bien y de respeto por la Madre Tierra con planes desarrollistas al viejo estilo?
A menudo, la participación del pueblo se reduce al ejercicio del voto o a la asistencia a concentraciones frente a las tarimas oficiales. ¿Quiénes o quién toma las decisiones fundamentales? ¿Cuánto ha avanzado de verdad la construcción de un poder popular desde abajo?
El actual liderazgo posee una innegable capacidad pedagógica que no aprovecha en temas como el rigor de la ley, la violencia contra las mujeres, los linchamientos o la arraigada costumbre de bloquear caminos con cualquier demanda. Arremeter contra la impuntualidad está bien ¿por qué no hacer lo mismo con esos otros temas?
La cadena de preguntas cuestionadoras podría seguir indefinidamente. Pero, por hoy basta y sobra.
¡Felices carnavales!