Lo primero es lo primero. Condenamos y repudiamos la guerra de Rusia contra Ucrania, hacemos responsables de la agresión y del intento de ocupación territorial a Putin y a la camarilla de oligarcas que lo sustentan. Nos sumamos a la exigencia generalizada de un alto al fuego inmediato y el retorno del tema a la mesa de negociaciones, de donde nunca debió salir.
Pero, que esto sea lo primero, no debiera llevarnos a pensar que es lo único. Además de los horrores de la guerra y la crisis humanitaria que se ha desatado —y que la mayoría de los medios televisivos exaltan a más no poder—, hay que reafirmar la constatación de que nos hallamos ante una situación extremadamente compleja, atravesada por una variada multitud de factores, geopolíticos, económicos, históricos, culturales y otros.
No puede excluirse, por ejemplo, la responsabilidad de los Estados Unidos en la política de cercar a Rusia con armas ofensivas, incumpliendo los acuerdos que dieron lugar a la reunificación alemana y la posterior desintegración de la Unión Soviética. La potencia del norte pretende seguir actuando en un mundo unipolar que de hecho ya no existe, ignora el surgimiento de polos intermedios que ponen en disputa la supuesta capacidad hegemónica estadounidense. Y para sostener esa errada política cuenta con la OTAN como punta de lanza militar y con algunos dóciles peones europeos.
Europa, especialmente Alemania, necesita de gas ruso y nadie sabe a ciencia cierta el volumen del descalabro que ocasionarán no solo el cierre de las válvulas proveedoras, sino también las “sanciones” económico financieras contra el país agresor. Las consecuencias caerán tanto sobre las espaldas del pueblo trabajador ruso como sobre las de todo el pueblo trabajador europeo y del mundo entero. Sabido es que los grandes monopolios transnacionales tienen el poder y las mañas para poner a salvo sus ganancias y pasar la factura a los más débiles.
A pesar de la exacerbación del nacionalismo chovinista desde los dos lados, Rusia y Ucrania tienen mucho de qué hablar. De acuerdos y desacuerdos. De tramos históricos que recorrieron juntas, como la heroica resistencia a la invasión del nazismo en la Segunda Guerra Mundial o de la tragedia de Chernóbil. Del todavía incompleto desarme nuclear. De las no pequeñas poblaciones rusas que viven en territorios en disputa, y de algunos millones de ucranianos y ucranianas que viven en Rusia. De lo mutuamente beneficiosas que podrían ser las relaciones de cooperación entre ambos países. En fin, por experiencia propia, ambas saben que una ocupación territorial violenta genera ahora una “guerra de todo el pueblo” imposible de ser derrotada ni por los ejércitos más poderosos del mundo (¡Recuerden Vietnam!). Y los rusos lo saben por doble partida, pues tuvieron su propio Vietnam cuando quisieron implantar, a punta de tanques y cañones, un proceso de supuesta modernización progresista en Afganistán.
Y que no se autoengañen nuestros nostálgicos o desprevenidos. No funciona el esquema simplista de que el enemigo de tu enemigo es automáticamente tu amigo. En la práctica, Putin está demostrando que puede ser más amigo de Trump y Bolsonaro que de Alberto Fernández o Evo Morales.
Condenar la agresión, venga de donde venga, debiera ser el punto de partida de la posición de nuestro país, entre otras razones, porque este 14 de febrero los bolivianos recordamos, como todos los años, que mediante la agresión se nos arrebató nuestro acceso al mar el año fatídico de 1879.
Carlos Soria Galvarro es periodista.
Querido Carlos, siempre tan efectivo en tus comentarios y pensares. Coincido con todo, pero creo que falta el hecho de la UE y USA de tentar a Ucrania en enfrentarse al Oso para aprovecharse de su inocencia. Al final para Rusia es seguridad, para la UE es eliminar el competidor del mercado, para Ucrania ser la carne de cañón.