Parece que en Bolivia tenemos el extraño privilegio de haber inventado un escalofriante nuevo método de tortura: el acoso judicial-policial mediante la apertura simultánea de centenares de nuevos encausamientos judiciales en diferentes lugares. El caso emblemático de esta modalidad es el de Marco Antonio Aramayo, exfuncionario del Fondioc, que tras siete años de “detención preventiva” había acumulado nada menos que 256 procesos. En un gesto de verdadera dignidad, prefirió la muerte antes que declararse culpable y atenerse a un juicio abreviado que rápidamente lo hubiera puesto en libertad. Hasta el final defendió su inocencia y no se retractó de las denuncias que destaparon la olla de la corrupción.
La tortura, entendida como coerción física o psicológica ejercida sin límite ni control sobre las personas, tiene una larga data. Durante la conquista hispánica y en el amplísimo espacio de la colonia estuvo en auge la utilización de la tortura como una práctica corriente aplicada sobre los pueblos sometidos, testimonios y documentos históricos irrefutables así lo confirman y en el caso del cronista indomestizo Waman Poma de Ayala, además se ilustran con imágenes impactantes que han quedado como grabadas a fuego. Los más de 250 años de la “Santa Inquisición” fueron pródigos en el uso sistemático de la tortura para arrancar confesiones y aplicar castigos a los “herejes” y “brujas”, miles de los y las cuales terminaron sus vidas en la hoguera.
En los alzamientos indígenas de fines del siglo XVIII y en la guerra de la independencia, la tortura tuvo también un uso generalizado, frecuentemente en ambos bandos de la contienda, pero es difícil imaginar un suplicio mayor que el descuartizamiento de los líderes indígenas Túpac Amaru en el Cusco y Túpac Katari en la localidad de Peñas, quien fue sacado de la prisión arrastrado a la cola de un caballo y cuyo cuerpo fue despedazado y luego repartido “para público escarmiento”.
En la mayoría de países de Nuestra América, la instauración de regímenes republicanos no significó la eliminación inmediata de la tortura. En ese largo recorrido de construcción democrática, hubo avances y también retrocesos muy significativos.
La humanidad toda, luego de los horrores de la Segunda Guerra Mundial, dio un gigantesco paso en esta materia con la aprobación de la Declaración Universal de Derechos Humanos en 1948. Para el Derecho Internacional la tortura, así como otros tratos crueles, inhumanos y degradantes pasaron a considerarse no solamente como actos aborrecibles, sino como delitos punibles. No obstante, esto tampoco significó la desaparición de diversas formas de tortura, las recaídas fueron numerosas y frecuentes.
En las delirantes campañas anticomunistas inspiradas en la doctrina de “seguridad nacional” se alentó y prohijó a crueles dictaduras militares que practicaron una suerte de terrorismo de Estado abundante en el uso de la tortura y de nuevas aberrantes formas de represión como la desaparición forzada.
En nuestro país, tenemos una historia medianamente larga en esta materia, incluyendo por supuesto el periodo de los últimos 40 años que vivimos bajo regímenes elegidos o designados por procedimientos democráticos.
Los Derechos Humanos no admiten exclusiones, no pueden ser privilegio de ningún sector o de quienes tienen la fuerza institucional, económica o política. Los procesos legales no deben convertirse en un mero trámite para formalizar el castigo, presumiendo la culpabilidad antes que la inocencia.
El caso de Marco Antonio Aramayo, explicado a detalle en una reciente publicación del ITEI (Instituto de Terapia e Investigación sobre las secuelas de la Tortura y la Violencia de Estado), permite no solamente ver en perspectiva histórica el fenómeno de la tortura, sino también avizorar lo que puede y debe hacerse de inmediato para avanzar y no retroceder en el tema de los Derechos Humanos.
Carlos Soria Galvarro es periodista.