Sergio Almaraz, con la lucidez que lo caracterizaba, sostuvo en cierta ocasión que las revoluciones no están en un escaparate o vitrina de donde se puede escoger una, acorde con nuestros gustos o preferencias. Las revoluciones sociales ocurren sin planificación previa. Son como son y no como quisiéramos que fueran. Son procesos dinámicos surgidos en condiciones muy peculiares y generalmente irrepetibles. Poseen cualidades tanto positivas como negativas, luces y sombras, heroísmos y mezquindades. Cuentan con líderes altruistas, clarividentes, modestos y honrados en unos casos y, en otros, con torpes granujas, enmascarados acomodaticios, ávidos de poder y de privilegios.
Hace 70 años, un 9 de abril, estalló en Bolivia la que vino en llamarse la Revolución Nacional. Un típico golpe de Estado concertado por la dirigencia nacionalista con una pequeña fracción militar, gracias a la intervención popular, derivó en una insurrección triunfante, tras tres días de fieros combates. Los mineros de Milluni en La Paz y de San José en Oruro, los obreros de las fábricas paceñas así como amplios sectores populares de todo el país fueron los protagonistas principales del histórico acontecimiento que dio inicio a importantes transformaciones, sin duda las más significativas para Bolivia en el pasado siglo. Resulta inevitable mencionar algunos antecedentes que explican la insurgencia del 9 de abril: los intentos de reformas impulsados por el llamado “socialismo militar” después del Chaco; la gestión contradictoria de Villarroel y su dramático derrocamiento en julio de 1946; la guerra civil de 1949; la huelga, seguida de una masacre, de los trabajadores paceños, principalmente fabriles, el 18 de mayo de 1950. En lo inmediato, el desconocimiento de las elecciones de 1951 que había ganado el MNR con el binomio Paz Estenssoro-Siles Zuazo y la entrega del poder a una junta militar (el “mamertazo”, maniobra ejecutada por el entonces presidente Mamerto Urriolagoitia). Podría decirse entonces que era tal el desprestigio y el debilitamiento de la oligarquía dominante, que la mesa estaba servida para el estallido popular que se desencadenó incontenible y marcó su impronta al proceso, sobre todo, a través de la creación de la COB.
Los miembros de la generación a la que pertenecemos éramos bebés recién nacidos, o niños muy pequeños, casi coetáneos con el 9 de abril. Solo vivimos el eco de los días fulgurantes de la revolución. Fuimos testigos actuantes de lo que vino después: retrocesos y capitulaciones; paulatino abandono de las “banderas de abril”; corrupción pululante, desbarajuste económico, escasez de alimentos e imparable inflación monetaria; miedos y represión generalizada. Como lo definió Almaraz, había llegado el tiempo de las cosas pequeñas. Y luego, con el golpe del 4 de noviembre de 1964, se impuso la contrarrevolución en pleno, apropiadamente denominada por Barrientos y su entorno “revolución restauradora”. Los militares reorganizados bajo el molde yanqui, regresaron muy ufanos al poder y se encontraron con una suerte de “capitalismo de Estado” que no sabían ni podían desmontar, dando lugar al surgimiento de matices diferenciados en el estamento castrense. Los trabajadores organizados en lo que quedaba de la COB se constituyeron en el último baluarte de la resistencia, traducida en la defensa del sector estatal de la economía, frente a la avalancha neoliberal, qué curioso, liderada por Paz Estenssoro, el ícono del 52. La confrontación se prolongó hasta agosto de 1986, con el cerco de Kalamarka empieza otro ciclo de esta historia.
Lecturas que nos hicieron pensar y sentir sobre el tema y que recomendamos con sincera pasión: Réquiem para una república y Para abrir el diálogo de Sergio Almaraz y, de la abundante producción de René Zavaleta, Consideraciones generales sobre la historia de Bolivia (1932-1971), en especial los subtítulos que comienzan con la insurrección popular de 1952. Sale y vale.
Carlos Soria Galvarro es periodista.