Relator: Ramiro Barrenechea Z.
(Documento político aprobado por el 1er. Congreso Nacional Extraordinario del PCB,
La Paz, agosto 2,3 y 4 de 1985)
I.No estamos derrotados, no cabe pues la retirada
Se le confiscó al pueblo de Bolivia un proceso democratizador que tendría que haberlo conducido al poder. Se le sigue expropiando sus ingresos (salarios, sueldos, producción). Y ahora se pretende clausurar su esperanza. Tales son los aires que se respiran en nuestro país, como anunciando un cataclismo después de la tormenta.
La nerviosa euforia triunfalista de la oligarquía subsidiaria del imperialismo estadounidense, se divide hoy en dos vertientes derechistas que esperan el certificado de la Corte Electoral1 para irrumpir en el último escenario del poder estatal que aún no está reocupado por ellos: El Palacio de Gobierno, el Parlamento, los Concejos Municipales, pero también el agostado botín que constituye para ellos el sector estatal de la economía y hasta las canonjías y prebendas que la maraña burocrática corrupta ofrece a sus ocupantes de turno.
Las masas, cabizbajas, parecen replegarse dispersas, frustradas, aunque mordiendo la rabia popular contra sus opresores, contra los capituladores que ayer recibieran su mandato liberador, entre banderas y promesas programáticas arriadas finalmente.
Dos tentaciones pueden cobrar categoría de comportamiento político, en tales circunstancias. La PRIMERA: basada en conclusiones erróneas acerca de los reveses políticos sufridos por las masas, mecánicamente contabilizadas con los resultados electorales favorables a la derecha y que asume la orientación de los votos como una derrota del proyecto popular de poder, cómo si este hubiera sido puesto en disputa en esa farsa. Naturalmente, en este caso, organizar el repliegue, la retirada, para «evitarle» mayores contratiempos a las masas constituye una salida «razonable».
La SEGUNDA: aquella que considerando la correlación de fuerzas como algo estático, pretenda asimilar a las masas al contexto formal de la Constitución Política hecha trizas por quienes la quieren usar como camisa de fuerza contra las masas. Está visión judicial del problema quiere mimetizar el proyecto de poder popular para «aprovechar» algunas tribunas (cada vez con menor audiencia y credibilidad) de denuncia testimonial, con el ilusorio pretexto de preservar un espacio político secundario y subordinado, en el marco de la democracia burguesa cuyo agotamiento es más visible cada día por medio de las manifestaciones de la crisis estatal que no se resolverá mejorando la legislación sino por la vía de una sustitución estatal.
Ambas se asientan en el criterio de supervivencia derrotada y derrotista del movimiento popular al que quieren desmovilizar, para «protegerlo» de la furia derechista y recluirlo en las catacumbas para reacumular subterráneamente las fuerzas suficientes, mientras se aguarda un nuevo ciclo de flujo popular. Eso es dejarle el campo libre a la ofensiva derechista, puesto que la correlación de fuerzas solo puede modificarse en la lucha, tomando en cuenta las condiciones y posibilidades de cada momento, pero jamás escondiendo el proyecto popular, es decir despojando a sus protagonistas de la referencia, de la bandera que hará posible modificar los términos de la contienda.
La historia no transcurre linealmente. No es una sucesión de flujos y reflujos. Es cambio y creación permanente, cuyos protagonistas son las masas.
Ni resignación ni retroceso. El proyecto de poder democrático popular, antioligárquico, antiimperialista, no ha sido derrotado. El fracaso y la capitulación de la UDP no descalifican el camino revolucionario. Muestran los riesgos que puede ofrecer la vacilación, la inconsecuencia, pero sobre todo la falta de conciencia de poder, la renuncia a tomarlo, a enfrentarse con las clases dominantes hasta desplazarlas y sustituirlas en el ejercicio estatal. Las verdaderas batallas todavía están por enfrentarse, la escaramuza electoral, preparada por derecha para barnizar «legalmente» su dictadura, no han definido el problema estratégico.
Lo que corresponde es encontrar una salida combativa a este contraste, una salida popular, y para ello no basta tener un programa nítido que apunte a la esencia de las contradicciones de nuestra sociedad capitalista dependiente y atrasada, sino que es preciso organizar a las masas, desarrollando en ellas una verdadera conciencia de poder que no solo es saber lo que se quiere, sino saber cómo se lo ha de obtener. Es decir, dotarle de la capacidad para convertir su organización en fuerza no solamente para la defensa, sino para la ofensiva por todos los medios, por todas las vías, comprendiendo ahora que si algo le faltó a la tentativa popular fue la fuerza que no se expresa apenas en el consenso, sino en el manejo idóneo, flexible de la violencia popular para cerrarle el paso y derrotar a la violencia oligárquico-imperialista. Cómo lo dijeran Marx, para cambiar la sociedad no solo debemos utilizar «el arma de la crítica, sino también la crítica de las armas».
La organización popular debe expresar la alianza de la clase obrera, del campesinado, de las capas medias urbanas, en suma de las masas populares, para desmantelar las barreras del Estado en la crisis, para construir uno nuevo, sobre bases nuevas, dónde las masas no se han solo sostén del poder, sino depositarias y protagonistas de él.
Para ello se necesita una vanguardia no solamente lúcida, sino audaz y consecuente, capaz de convertirse en el Estado Mayor que conduzca a las masas, primero por el camino de la resistencia y el rechazo a la dictadura oligárquico-imperialista y luego hacia el despliegue de la revolución. Ese es el verdadero teatro de operaciones de la lucha de clases. Esas son las batallas estratégicas que debemos librar y para ello tenemos que prepararnos. Convertir esta derrota parcial, epidérmica, en victoria. Tal es la clave de la acción política acertada. En eso se fundan nuestro optimismo histórico y no en la espera paciente y negligente de nuevos tiempos que no vendrán si no los conquistamos por asalto. Tales son las bases de una estrategia revolucionaria de poder que no se agota en las batallas tácticas, sino que acumula fuerzas, condiciones, para la batalla decisiva que hay que preparar, en nuestro terreno, en nuestro escenario que es el de la historia desplegada por la acción organizada de las masas.
Tal es el camino que proponemos los comunistas en esta hora crucial.
II.Las elecciones no ha cerrado todavía el ciclo de la regresión derechista
No es cierto que la victoria oligárquica-imperialista en las elecciones haya definido la consolidación de la regresión derechista. No son los votos los que le confieren la fuerza para imponer su proyecto político. Su poder es apenas una frágil cifra registrada en los archivos de la Corte Electoral. La verdadera fuerza de la derecha, está situada en las esferas de su capacidad de compulsión, de violencia, de represión, para subordinar a la sociedad boliviana, en un momento de crisis, qué se tornará explosiva y no pedirá permiso a los tribunales electorales, ni a ningún otro.
Y esta no es una metáfora. Una prueba irrefutable de que la derecha no confía en sus votos para ejercer su dictadura, es que utilizó todas las formas del fraude, todas las violaciones a su propia legalidad (convocatoria inconstitucional adelantada de elecciones, mecanismos de votación que niegan solapadamente el voto universal y la soberanía popular en los poderes locales, etc.), para encubrir su escamoteo de la voluntad popular, ejecutada el mismo día en que logró la capitulación de un gobierno que renunció unilateralmente a un mandato electoral. Para eso no se hizo ninguna consulta. Simple y llanamente se impuso una correlación de fuerzas acumuladas por la derecha en el seno de un proceso democratizador que se tornó así en proceso desdemocratizador.
Por ello las elecciones, contrariamente a lo afirmado por los oportunistas de derecha que usan el mismo lenguaje que la derecha en este plano, no constituyen un mecanismo de despliegue de la voluntad popular, sino de su violación y escamoteo. Por eso no desarrollan el proceso democrático, si no lo anulan.
La ilegitimidad de las elecciones no debe ser proclamada solo para justificar acciones judiciales y sumar o restar unos cuantos votos. Esa es una ridícula y mezquina manipulación formal del asunto. Denunciar la ilegitimidad de las elecciones debe perseguir el desenmascaramiento de la trampa a la que se empujó al pueblo para formalizar la regresión derechista con visos de «legalidad». Proclamar la ilegitimidad de las elecciones es también calificar sus resultados como ilegítimos.
Y no es que se trate de renunciar a un desafío, a librar una batalla, por más periférica que está sea. De lo que se trata es de no enfrentarla en cualquier condición y a cualquier precio. En este caso con un ejército desmovilizado en el que se profundice la dispersión en lugar de promover la rearticulación de las fuerzas populares. Es un verdadero crimen ofrecer batalla desorganizadamente. Salvando mezquinos «espacios» parlamentarios residuales (con diputados que no alcanzan siquiera a obtener los sufragios mínimos de la cifra repartidora, sino que lleguen al parlamento gracias a la gran dispersión del voto que les recluta por medio de residuos ínfimos insignificantes).
Si aún en las condiciones en que se planteaba la farsa electoral valía la pena empeñar esa batalla era, sin duda, garantizando un mínimo de unidad de las fuerzas populares qué evitarse la dispersión. Tal era la línea que los comunistas interpretando las resoluciones del V Congreso, tratamos de aplicar. Por eso es que hicimos esfuerzos para la gestación del Frente Amplio de la izquierda y aún frustrado este, para la gestación del embrión unitario que constituía el FPU original. En estas condiciones y no en otras, las elecciones podían constituirse en un territorio difícil pero capaz de ser utilizado para organizar a las masas, para articular las bases de la unidad popular, con proyecciones estratégicas, con el objetivo de preparar aunque sea un destacamento mínimo para enfrentar las verdaderas batallas de clase qué se agudizarían después de las elecciones.
El oportunismo, en cambio, se fijó dos objetivos centrales para ingresar en la gimnasia electoral: ser la primera fuerza electoral de la izquierda y conseguir una «buena» (concebida en números) brigada parlamentaria. No podía ser más claro su oportunismo. Para ellos solo necesitaba una sigla y un registro en la Corte Electoral y los obtuvo al precio de frustrar, todos los intentos frentistas, aunque declararase en todos los tonos qué buscaba la unidad. Lo cierto es que no pudo esconder sus propósitos de buscar alianzas espurias, con candidaturas de la derecha como la de Jordán Pando, en la ilusión desmedida de que ahí podrían cosechar más votos y parlamentarios. Quejándose de que las fuerzas comunistas consecuentes hubieran frustrado tal pretensión hicieron todo lo posible, incluso lo increíble para evitar una candidatura unitaria, de consenso, que pudo expresarse en una primera instancia en el compañero Pablo Ramos que fuera vetado con argumentos pueriles y en una segunda instancia en la del camarada Ramiro Barrenechea, vetado por la derecha del PC, con argumentos que pusieron en evidencia qué la derecha y el centrismo le tienen terror a los cambios, es decir más miedo a la Revolución que a la derrota y a la soledad.
En tales condiciones, llevar adelante, hasta su consumación, la «batalla» electoral, era una inconsecuencia, una verdadera irresponsabilidad. Era confirmar y profundizar la dispersión y no ofrecer siquiera una referencia unitaria mínima a las masas obligadas a participar en las elecciones. Era ofrecerle a la oligarquía un camino fácil para retomar todo el poder.
Los resultados, aunque todavía incompletos, son el mejor testimonio del fracaso de la línea oportunista, electorera. Ni pudieron ser la primera fuerza electoral de la izquierda, pues obtuvieron menos votos (aunque con los cómputos finales se acerquen o pasen esa cifra) qué los que obtuvo el PCB (por medio del FLIN) hace 20 años, en un marco de represión y con medios infinitamente más pequeños que los usados hoy). Tampoco tuvieron una «brigada» parlamentaria y si algún diputado podrá exhibir es un representante de magros residuos. El fracaso es total. Y ahora, como de costumbre, le atribuyen su derrota a la «confusión», a la «incomprensión» de las masas, a las que tienen la osadía de acusar del mismo modo cuando se analizan las inconsecuencias, la capitulación de la UDP. Hoy como entonces, las masas les dieron la espalda. Y no porque no comprendieran su respuesta, sino porque la comprendieron muy bien.
En esas circunstancias, cuando la izquierda apenas aspiraba a medir sus fuerzas entre los perdedores, cuando los candidatos izquierdistas no le disputaban ningún terreno a la derecha, (pues solo aspiraban a tener más votos en el campo de la izquierda) en verdad lo que aspiraban era una más piadosa distribución de los votos de la derrota. Eso no podía ser considerado por las masas como una alternativa para frenar el avance reaccionario. Por eso es que el rechazo popular busco otros caminos Incluso el «castigo» a sus falsos mesías, capituladores unos, ilusos otros. Que se conformen con haber mantenido un minúsculo «espacio» en el terreno ocupado por la derecha, puede ser auto gratificante pero no merece seriedad como para pensar que el pueblo logró penetrar en la fortaleza del enemigo para atacarlo.
Por eso no constituye deserción el llamado al rechazo a las elecciones ilegítimas, cuyos resultados también son ilegítimos. Deserción es abandonar, aunque sea temporalmente la trinchera estratégica, el campo de la lucha de clases para participar, cómo convidados de última fila en el festín derechista del cual ahora mascullan unas migajas. No constituye deserción, el renunciar a tan exiguos «espacios» para promover la organización aunque sea germinal del instrumento político y dotarles a las masas de una dirección para enfrentar la regresión derechista, en el combate diario y no en la trampa preparada por ella misma. Por eso es que hicimos la convocatoria a las candidaturas de la izquierda a retirarse del acto electoral una vez que ya habían utilizado la campaña para difundir su programa a intentar, vanamente, organizar su trabajo en otro sentido que no sea la simple recolección de votos, para articularse en el rechazo a las elecciones ilegítimas. El movimiento obrero y el campesino también lo hicieron. Sin resultados. A partir de ese momento, las masas pudieron confirmar que no tenían alternativa propia en las elecciones, que solo se buscaba su voto y por eso es que nos negamos a participar en el baile en el que habríamos hecho simples contorsiones al ritmo de la música tocada por nuestros enemigos y todavía sin pareja. Por eso es que, juntamente con los compañeros del MIR-masas, el Bloque Patriótico Popular y la Coordinadora 4 de marzo, hicimos el llamado a votar en blanco, pero al mismo tiempo, estrechamos los esfuerzos para forjar las bases de la construcción del instrumento político estratégico. Esa no era, ni mucho menos una oferta electoral, sino una propuesta de lucha.
No fuimos, pues, derrotados en las elecciones. La derrota se le infirió al pueblo, por la espalda y sin librar combate alguno, el día de la capitulación, cuando se admitió la convocatoria adelantada a las elecciones, en un reconocimiento de la derrota del gobierno ante la intimidación derechista, lo que no involucra a las masas cuya voluntad fue escamoteada y pisoteada.
Hay algo más que apuntar, no en último lugar, sino redondeando estas consideraciones. Es la actitud popular frente a las elecciones. Nadie puede negar que en las elecciones de 1978, 1979 y 1980, con los matices y la conciencia gradual, adquirida por las masas, se planteó un enfrentamiento con ribetes estratégicos.
En primer término porque las elecciones eran una expresión de la brecha democrática abierta por la fuerza a la dictadura. Eran una forma de arrebatarle a la oligarquía subsidiaria del imperialismo, un espacio importante del poder (el gobierno) que se acumulaba en favor de las fuerzas populares mejorando su correlación. Era caminar de la dictadura a la democracia, con sus limitaciones y riesgos, pero también con sus posibilidades.
Las elecciones de 1985 significan todo lo contrario. En lugar de acercar a las masas al poder las alejan. En lugar de ser un mecanismo para mejorar la correlación de fuerzas populares, las suma para la derecha. En lugar de abrirle pasó a la democratización, la cierra y le abre pasó a la dictadura «legal».
En segundo lugar, el fracaso de la UDP en el gobierno, la capitulación de este, que permitió la reacumulacción y la ofensiva derechista, le arrebató al pueblo su referencia estratégica, la imagen de su proyecto democrático, popular, antiimperialista y antioligárquico. Provocó no solo descreimiento, frustración, sino pérdida de confianza en sus propias fuerzas. Tal es el daño mayor, porque solo despojó a las masas de una opción de poder que estás fueron construyendo, virtualmente a lo largo de los tres últimos decenios.
Por eso es que las masas, desde su ámbito le han perdido confianza a las elecciones como un camino para acercarse al poder. La derecha, desde sus posiciones tampoco confía en la «fuerza» de los votos. Por eso es que se incuba un proceso de tensiones explosivas que no se decidirá en las urnas, sino en las calles, en otros términos: los de la violencia que provoca el choque de proyectos antagónicos: El democrático, popular, antioligárquico y antiimperialista y el autoritario, antipopular, oligárquico, imperialista.
De esta suerte, las elecciones de 1985 en Bolivia, pueden incorporarse como testimonio de la realidad para justificar las palabras de Lenin que afirmaba: «Engels llama también con la mayor precisión al sufragio universal instrumento de dominación de la burguesía (…) los demócratas pequeñoburgueses, como nuestros esseristas y mencheviques todos los social chovinistas y oportunistas (…) inculcan al pueblo la falsa idea de que el sufragio universal es «en el Estado actual», un medio capaz de revelar verdaderamente la voluntad de la mayoría de los trabajadores y garantizar su cumplimiento».
Es que la lucha por el poder, es una cuestión de correlación de fuerzas. Cómo se ha visto ni ganando tres elecciones consecutivas se puede tener acceso al poder, si no se lo busca, si no se lo conquista, en el verdadero territorio que este se despliega: La fuerza.
III.La esencia del viraje histórico marcada por la coyuntura
Cuando hablamos de coyuntura no estamos refiriéndonos al presente episódico, sino a un momento del despliegue de las contradicciones en conflicto, que sacuden a la sociedad boliviana en la etapa histórica actual. A las características que adquiere la lucha de clases en un momento de su confrontación.
El signo dominante es la crisis del Estado burgués dependiente que jamás logro consolidar su propia autonomía ni adquirir capacidad propia para subordinar a la sociedad boliviana por otra vía que no sea la coerción. La inestabilidad crónica de sus gobiernos expresada en las frecuentes golpes de estado no es sino la confirmación de este aserto. La inestabilidad relativa solo se obtiene mediante cierto grado mínimo de equilibrio. Sin él las instituciones, los mecanismos estatales, se desarticulan, hacen aguas por todos sus costados. Al punto que el aparato destartalado amenaza con derrumbarse y liquidar entre sus escombros a sus ocupantes.
Tal es la tortuosa historia reciente de la clase dominante que por la vía del nacional reformismo trato de ofrecer una respuesta Estatal, a partir de 1952.
Pero el fracaso de la burguesía no puede por sí solo determinar su abandono voluntario del poder. Hace falta el proyecto alternativo que lo desplace, que lo aniquile. Eso es lo que ocurrió a partir de la emergencia de un proyecto largamente acumulado en el seno de las masas y que tuvo su encarnación incompleta, limitada y no obstante válida en tanto que alianza de clases en la UDP. Pero no hay peor derrota que vencer al enemigo y no ocupar el campo, el territorio del que se lo desplaza con la victoria. Eso ocurrió con la experiencia udepista que acabo capitulando ante el enemigo y devolviéndole la plaza, sin modificaciones.
No habiendo logrado la hegemonía revolucionaria, con presencia activa de las masas en la maquinaria estatal obtenida por la vía electoral en 1982, los tres años de gobierno fueron una serie de tenencia en calidad de depósito de tales instrumentos que lejos de ser usados en sentido contrario a cómo estuvieron programados desde su construcción funcionaron sin que nadie lo impidiera, como una chancadora, triturando a sus inquilinos que la guardaron para hoy, para el retorno triunfal de la derecha que así se le liberó de pagar el deterioro provocado por la crisis a sus administradores fallidos.
Y es que como lo apunta Lenin, la cuestión consiste en que «la clase obrera debe destruir, romper «la máquina del Estado tal y como está, no limitarse simplemente a apoderarse de ella» derrotando las concepciones oportunistas que consideran «anarquismo todas aspiración a romper esas formas».
Para ello la clase obrera debe lograr la hegemonía, armónica con sus aliados, en el poder. En el caso nuestro no solamente que tal hegemonía fue inexistente, sino que la alianza no ocupó realmente el poder. El gobierno por el contrario le cerró a las masas el acceso a los mecanismos de decisión política, les puso un grillete, cortando su ascenso, impidiéndoles su avance para «no irritar» al enemigo, buscando un equilibrio, que en verdad solo sirvió para preservar intocado ese espacio hasta el retorno de la oligarquía.
El gobierno obtenido por la lucha popular no era, y lo sabíamos, el poder mismo, pero era una base de acumulación para preparar las condiciones de la ruptura estatal y no para parchar las fisuras que la crisis había provocado. Es que la acumulación democrática y popular no garantiza por sí misma la hegemonía y sin esta la revolución no existe.
De esto no podemos culpar a los representantes de las otras clases de la alianza en el gobierno. Ellas tenían su propio proyecto que no era la transformación de las estructuras. En cambio el seguidismo oportunista encaramado en la dirección del PCB hizo un despliegue de exorcismos contrarrevolucionarios para justificar un gradualismo reformista que nada tenía que ver con las transformaciones esenciales, borrando ya no solo el contenido socialista del proyecto revolucionario, sino hasta su carácter antiimperialista. Cuándo de lo que se trataba era precisamente de acumular fuerzas en la aplicación del programa democrático, popular, antiimperialista, para obtener la capacidad de provocar la ruptura, es decir el cambio cualitativo hacia el socialismo.
Es que no existe un tipo de Estado que sustituya al capitalista (dependiente y atrasado en nuestro caso) que no sea el socialismo. Los pasos intermedios no son sino las formas de la transición que en Bolivia se expresa por medio de la revolución popular antiimperialista. Y no es que planteamos el socialismo a la vuelta de la esquina, sino la necesidad de incubar las condiciones para su adoquinamiento en el proceso cuya dimensión temporal está determinada por el grado de acumulación que no hay que esperar del cielo, sino construirla cotidianamente. Había que despojar a la oligarquía de su poder político y también del económico que la genera y sustenta. De otra manera, la convivencia con ella solo era una conciliación qué permitía la reacumulación de fuerzas (y dinero) con las que esta preparaba su retorno.
La democracia de contenido popular no es «dejar hacer» al enemigo. «Los malhadados marxistas al servicio de la burguesía (…) no comprenden qué es el imperialismo, qué son los monopolios capitalistas, qué es el Estado, qué es la democracia revolucionaria.
Porque si se comprende todo eso habrá que reconocer forzosamente que es imposible avanzar sin marchar hacia el socialismo» (Lenin). Y nosotros podríamos agregar que si no se comprende qué en un país cuya economía se ha deformado por la crisis hasta convertirse de una manera dominante en una actividad (especulativa, la banca, el gran comercio, los grandes manipuladores del abastecimiento de bienes de consumo popular, constituyen no solamente los obstáculos para modificar los mecanismos de acumulación y distribución de la renta nacional, si no la correa de transmisión del dominio imperialista, no se está viendo nada, no se está en condiciones de controlar la economía cuando menos para manejar la crisis mitigando su impacto sobre las espaldas populares. La nacionalización de la banca, del gran comercio exportador, de Los grandes manipuladores de la oferta de bienes, etc. Eran considerados una provocación por constituir, en criterio de los reformistas, «medidas socialistas» (pavor le tienen al socialismo!). Lo cierto es que como quedó demostrado, sin esas medidas era imposible encarar la crisis y mucho menos aplicar el programa ofertado electoralmente por la UDP. Y sin embargo los mismos que se opusieron tenazmente a su aplicación y hasta a su proposición programática (Kolle, Domic y Cía.), en los estertores del gobierno de la UDP, levantaron farisaicamente tales reivindicaciones, cuándo sabían que no se las iba a ejecutar, cuándo se aseguraron de que ya eran algo así como el llanto sobre el difunto.
Decía Luigi Longo que «no basta decir primero vamos a dominar la crisis y entonces se verá. Es preciso aclarar cómo la superaremos, en aras de qué objetivos y perspectivas. Los trabajadores quieren tener la seguridad de qué cuando salgamos del túnel de la crisis no nos encontraremos con las fuerzas políticas y económicas anteriores, con los personajes anteriores dispuestos a empezar todo de nuevo». En Bolivia ni siquiera se encontró la luz en el túnel y los viejos personajes, la oligarquía, engordada más todavía por las inconsecuencias y la capitulación, retorna al gobierno, acusando al pueblo de ineficacia y responsabilizándolo por el agudizamiento de la crisis.
Los discursos tecnocráticos y pilatunos no pudieron esconder tras su celestina doctoral la traición a los principios.
Tampoco se ejecutaron las tareas antifascistas. Los paramilitares, los narco fascistas fueron tolerados Incluso en los aparatos gubernamentales. Se mantuvo y se ejecutó, en algunos casos la legislación fascista. En verdad, esa actitud contemplativa era parte de una política de convivencia con la oligarquía que es el sustento económico, clasista, del fascismo como expresión política. La crisis, quedó constatado por la experiencia, no puede ser encarada en la estrechez del marco estatal burgués, ni con simples reformas. Solo la revolución es capaz de forjar soluciones.
Por tales razones, la consigna «desde las masas y desde el gobierno, aplicar el programa» se hizo imposible. La hegemonía estaba en manos de la derecha. Las masas fueron abandonadas a su suerte, su conciencia en torno al proyecto revolucionario no fue elevada por la vanguardia que desertó en el gobierno.
El oportunismo de derecha, al asimilarse a esta forma de contemporización no solo fue cómplice de la capitulación, sino que trató de darle a esa conducta una cobertura teórica hablando de que a partir del 10 de octubre de 1982, en Bolivia se vivió un proceso revolucionario «sui generis» que no necesitaba desplazar del poder a la oligarquía (Domic). Esa es una capitulación ideológica y política, que orgánicamente se expresó en una suerte de «movimientización» del partido al que se pretendió despojarle de su carácter leninista y revolucionario. Los organismos dejaron de funcionar. El «jefe» «asumía» la responsabilidad universal y total sobre decisiones que comprometían a todo el Partido, incluso distorsionando o incumpliendo abiertamente las decisiones de los organismos. Se realizaban pactos, acuerdos, apoyos, a espaldas de la dirección y se obligaba a la militancia de base a convertirse en simple manipuladora de la administración estatal, es decir que la calidad de funcionario, de burócrata, era puesta por encima de la calidad de militante, de revolucionario. Tal es la dimensión del daño inferido al Partido y a las masas por el oportunismo de derecha.
Pero este no es un balance de la experiencia de la UDP, esto fue discutido en el V congreso. Se trata apenas de apuntar algunos rasgos que permitan desnudar los errores, la capitulación. No para un acto de contrición, sino para sacar las enseñanzas de ellos y no caer nunca más en sus garras, ya lo afirmaba Fidel Castro: «La seriedad de un partido revolucionario se mide, fundamentalmente, por la actitud ante sus propios errores». «Los hombres toman conciencia cuando las masas- no solamente los dirigentes, sino las masas- toman conciencia de sus errores».
Los oportunistas quieren esconder esos errores. Califican de masoquismo la autocrítica y tienen pavor hacerla pública. Nosotros, comunistas, los ventilaremos ante las masas, abiertamente. Esa es la única forma de habilitarnos como vanguardia. Porque no se puede dirigir a quienes no nos respetan, no nos creen.
Estos son algunos elementos que permiten avanzar en el análisis del fracaso. En su ensayo gubernamental del proyecto democrático, popular, antiimperialista. Como su otra dirección hizo todo lo posible para evitar la ruptura, qué modifique esencialmente la correlación de fuerzas para encarar revolucionariamente la coyuntura y convertir la crisis en partera de la nueva sociedad y no en reproductora de las viejas condiciones que las masas intentaron acabar.
Pero hubo un factor que no por haber sido escondido cuidadosamente deja de ser determinante. En verdad es el quid del problema; la inexistencia de la fuerza organizada, de la capacidad bélica de las masas para encarar formas superiores de lucha que habrían hecho sucumbir no solo a la oligarquía, sino a sus cómplices y autores reformistas.
IV.No es cuestión de declarar que «no se descarta ninguna vía de la revolución», sino de dominarlas todas y usarlas de acuerdo a la necesidad
Cuando se ha producido un brusco viraje en la historia, cuando las masas han probado el sabor de la lucha por el poder, en un Estado en crisis, es ineludible plantearse la cuestión de la violencia revolucionaria y no porque la deseemos, sino porque los enemigos de clase no nos abrirán voluntariamente las puertas de su fortaleza, precaria, destartalada, pero fortaleza al fin.
Ya lo apuntaba Lenin «una clase oprimida que no aspire aprender el manejo de las armas, a tener armas, esa clase oprimida solo merecería que se la trataste como a esclavos».
Demostrado como está el agotamiento de las instituciones formales para garantizar el ejercicio de la voluntad popular, no cabe si no recoger de las tradiciones de lucha de nuestro pueblo, las formas y métodos apropiados para encarar la lucha en todas condiciones.
La movilización de marzo de 1985, mostró, por una parte, la inagotable energía del proletariado, de las masas populares, especialmente de los mineros, para rehacerse y retomar la iniciativa pero también evidenció que la acción organizada, la firmeza y combatividad, son insuficientes cuando se enfrenta al poder estatal sin la fuerza para derribarlo e instaurar el nuevo poder. Un gobierno sin ningún respaldo, sin ninguna fuerza propia fue capaz de sobrellevar la embestida popular y remontarla. Los mecanismos del poder de clase que mantienen al gobierno a fin de garantizar la continuidad del camino electoral abierto para la regresión derechista, no por defender la «constitucionalidad» sino para impedir la irrupción popular, se desplegaron contra la ofensiva de masas.
Ahí, en ese marco, la clase obrera pudo hacer su aprendizaje: el poder no es solamente su envoltura externa. No es el Palacio de Gobierno (que podía hacer copado por las masas, como pudo ser copada la ciudad de La Paz), no es el gabinete ministerial. Es la fuerza de las armas y del dinero que lo sustentan.
En 1980, ante la irrupción criminal del narco fascismo, las masas respondieron de distinta manera, en defensa de su proyecto liberador, en algunos lugares -como en las minas- insurreccionalmente, entablando combates heroicos durante 15 días consecutivos. En otros -cómo en Cochabamba-, resistiendo primariamente, pero acumulando fuerzas que se cualificaban en la lucha callejera y campesina. Un estado de ánimo insurreccional recorría el país, pero el enemigo se impuso. Faltó la dirección, la vanguardia, que organizara esas fuerzas, que articulara ese impulso y le dotara de objetivos que excedieran la simple autodefensa. Pero también faltó la preparación colectiva, la eficacia combativa.
El 1982, cuando las masas logran desmantelar las defensas de la dictadura y acometen contra el poder estatal, hasta imponer el gobierno de la UDP, el nivel alcanzado en la acumulación de la resistencia no era solamente para conseguir una solución formal como la del Congreso 80. En verdad, esa fuerza pudo haber provocado la ruptura estatal y la irrupción de las masas al poder. Pero el referente político de esa eclosión -la UDP- ni pudo asumir conciencia de tales condiciones, ni tomó para sí la tarea de promoverlas. Tal vez ahí radica el origen de su fracaso gubernamental. Nosotros también erramos la táctica. Confiamos en las salidas pacíficas (nuevas elecciones que nunca se realizaron, restringiendo a ese sólo campo el accionar de las masas y acabamos entrampados en la maraña de la institucionalidad burguesa que cortó el momento más importante del ascenso de la lucha de masas, cuando virtualmente se logra unificar la acción de las clases populares y el aparato político militar de la dictadura desprestigiado, desarticulado, se ve obligado a una retirada en favor de la ofensiva popular; cuando en el seno de las FF.AA. existía un importante germen contestatario que ya había desarrollado un trabajo conspirativo, al lado del pueblo, contra los narcofascistas. En fin, condiciones que pudieron desembocar en una insurrección popular, que abra el cauce revolucionario, pero que fueron mediatizadas con la salida «Congreso 80» que puso nuevamente «bajo control» tal eclosión de masas.
Y es que como Partido hemos sido deformados, domesticados, alienados con el complejo de considerar el uso de las armas como una desviación ultraizquierdista. Aunque en 1980, la Comisión Política del PCB, en el fragor de la resistencia había iniciado un viraje importante en la dirección de tomar el asunto militar con mayor seriedad. Pero esa actitud fue ahogada por el chantaje del oportunismo de derecha qué prohibió siquiera hablar del asunto para «no advertir al enemigo» y «encarar responsablemente» el problema, en términos del mayor sigilo y secreto incluso para la militancia comunista. No estamos en contra de construir los aparatos propios, clandestinos por el carácter especialmente delicado de la cuestión. De lo que se trata es de dotarnos de una concepción militar que encare las responsabilidades de la revolución y no solamente la protección del Partido. No podemos concebir, porque no existe, ningún proceso revolucionario, ningún proceso democrático, en el que el pueblo, las masas estén marginados del manejo de la fuerza, de la violencia revolucionaria, contra la violencia reaccionaria.
Quienes sostienen que «guerra avisada no mata moros» para esconder su filisteísmo, toman el rábano por las hojas. No se trata de revelar los planes al enemigo, sino de organizar a los combatientes de la revolución de dotarles de las condiciones necesarias para que no sean carne de cañón que entregue el pecho desnudo a las balas enemigas. Por esconderse del enemigo de clase, estos «expertos», terminan por esconderse de las masas.
Los comunistas caímos en esa trampa y estuvimos aprisionados en ella durante mucho tiempo, se nos relató novelas acerca de un aparato invisible que al toque de un botón actuaría como maquinaria de guerra eficaz y contundente. Quisimos verlos en esa faena en agosto de 1971, en julio de 1980. Pero nada. Mientras la militancia, inerme, se batía como podía sin conocer ni los más elementales rudimentos que le permitieran ya no conducir a las masas en el combate, sino proteger su propia vida irresponsablemente manejada por los impostores como exhibición de una fuerza que jamás tuvimos. La prioridad número uno de ese «Estado Mayor» fue siempre garantizar todas las opciones de retirada y para la militancia la orden demando fue: esconderse donde y como pudiera y aún en eso mostraron su total ineficacia. Hoy se usa ese aparato en la lucha interna, cómo si su preparación hubiera tenido el objetivo de usar la fuerza y la intimidación contra los propios comunistas.
Hay que modificar esencialmente esa conducta deformada y deformante de la cuestión militar. En sus dos vertientes. La una referida al trabajo sistemático por incorporar en el proyecto revolucionario a los sectores más avanzados de las FF.AA. y carabineros, pero también para dotarles a las masas de fuerza propia, de capacidad para enfrentar las batallas decisivas y vencer.
Estamos, pues, hablando de un principio esencial de la estrategia revolucionaria, es decir, el dominio (y no solo su enunciado) de todas las formas de lucha, en este caso de la vía armada. Y ese dominio jamás ha llegado como un don del cielo. Sí en abril de 1952, las masas insurrectas derrotaron al ejército de la oligarquía, fue porque tuvieron la posibilidad de volcar en su favor a algunos elementos y sectores de los aparatos de coerción (ciertos militares y los carabineros), pero principalmente porque tenían preparación militar obtenida en la Guerra del Chaco. Ahora el pueblo boliviano, sí bien puede lograr lo primero (ganar influencia en las FF.AA. y carabineros), no dispone de la experiencia combativa de las masas del 52. Por eso es necesaria la preparación.
La vía armada de la revolución tiene que ver directamente con la toma del poder, con la capacidad para conservarlo e imponer las transformaciones, los desplazamientos necesarios de las clases dominantes y no debe ser confundida con las diversas formas de acceder al gobierno.
Tampoco puede absolutizarse los métodos que deben ser armónicamente combinados, de acuerdo a las condiciones concretas, que deben ser definidas con claridad en cada momento. Y es que la nuestra no es una concepción militarista, voluntarista, sino una visión clara del problema que radica en la necesaria organización y preparación de la fuerza de las masas como respuesta legítima a la violencia reaccionaria.
Hemos hecho referencia a este problema, de una manera especial en este documento no porque lo consideremos el único, sino porque jamás antes fue tratado, sino enunciado difusamente. Si los oportunistas de derecha absolutizaron en los hechos la vía electoral para la lucha política, no podemos cometer el error inverso, pero debemos estudiar las tradiciones combativas de nuestro pueblo para elaborar una estrategia capaz de incorporar el problema militar con la objetividad y eficacia que es menester para garantizar el triunfo revolucionario.
Tal es el desafío de este Congreso. Su tratamiento deberá merecer el máximo interés, pero al mismo tiempo la máxima cautela. Por ello hay que encararlo responsablemente, pero encararlo.
V.El proyecto de poder para las masas en las actuales condiciones
No se puede calcular todo para actuar, ni esperar que las condiciones estén dadas. Eso no ocurre jamás, pues una de esas condiciones, por encima de todas, es que haya acción, despliegue de fuerzas, movimiento. Y si este no es consciente, se dará igual, con nosotros, sin nosotros, o contra nosotros. La historia no se queda a esperar que encontremos la fórmula precisa.
La teoría sólo puede ofrecer tendencias de lo probable. La experiencia concreta muestra las posibilidades reales, en la medida en que los periodos revolucionarios (que no son la coyuntura inmediata simplemente) pueden ensanchar y multiplicar rápidamente la fuerza de las masas. O lo contrario. Todo depende de que la conciencia revolucionaria se convierte en fuerza material al ser asumida por las masas y tal conciencia no es solo programa, sino también dirección. Y no es estática, se desarrolla en la propia lucha. Lenin decía que «los intentos de prever de antemano, con toda precisión, las probabilidades de éxito, no serían más que charlatanería o vacua pedantería».
Por esas razones es que la estrategia revolucionaria de poder, no es el recetario de fórmulas de aplicación mecánica. Se expresa en términos generales para realizar los ajustes tácticos, en la medida en que se desarrolla el proceso de las contradicciones, de la lucha de clases.
Es el resultado de un conocimiento científico profundo de la realidad en que se despliega la lucha de clases, del análisis de las regularidades, que permiten la previsión de lo necesario y lo posible en el proceso. Es el resultado del análisis de las condiciones objetivas (económico-sociales) que en Bolivia se desarrollan crecientemente, al punto de que estamos viviendo la era de la revolución social (no la coyuntura). Situaciones revolucionarias o prerrevolucionarias han sido frustradas por la falta de las condiciones subjetivas. Y en cada ciclo de confrontación violenta de clases, siempre la burguesía pro imperialista pudo salir airosa. Por ello es preciso fijar con claridad la estrategia revolucionaria de poder.
Consideramos, en primer lugar, que el viraje operado en nuestro país, no modifica los términos del conflicto. Se trata del enfrentamiento entre el proyecto oligárquico-dependiente y el popular anti oligárquico y antiimperialista. Pero en condiciones mucho más difíciles para las masas. Sin embargo el no plantear el objetivo del poder popular aún en sus perfiles máximos (el socialismo) sería dejar a las masas en el simple inmediatismo que puede profundizar su dispersión y confirmar un estado de ánimo derrotista.
Es cierto que la primera fase de la resistencia se estructura sobre una plataforma mínima, de reivindicaciones primarias como los derechos sindicales y políticos; la defensa de los ingresos populares y de los recursos naturales así como del sector estatal de la economía, pero no por ello se divorcia o no debe divorciarse del objetivo máximo, estratégico, que es el que le da fuerza y consistencia a la lucha.
Y en este caso, aún la resistencia debe ir marcada por la conciencia del poder necesario para las masas populares, puesto que la preparación para la toma del poder nos permite capacitarnos para la autodefensa y para la lucha reivindicativa, que solas y limitadas pueden provocar la dispersión o ser avasalladas por el enemigo en posesión de todos los instrumentos del poder.
Esa es la forma de recuperar la iniciativa, de remontar los contrastes sufridos por las masas.
La crisis no será resuelta por la oligarquía, aunque reciba inyecciones financieras que no irán sino a preservar cierta estabilidad que le permita sobrevivir un tiempo breve. El aparato productivo deteriorado a un ritmo acelerado; la deuda externa impagable convertida en un dogal que provoca recesión, miseria, desocupación, insolvencia; la angurria inagotable de los sectores especulativos de la propia oligarquía que buscarán devorar el botín, no podrán ser resueltos ni con la enajenación del gas, del litio, del oro, etc. ni con la subasta de COMIBOL, YPFB, CBF. Necesitarán aplicar las recetas del FMI para conservar el respaldo imperialista, de modo que lo fundamental del peso de la crisis seguirá volcándose sobre las espaldas populares y la depredación de las riquezas naturales del país, estimulará la espiral de agudizamiento de la crisis.
Por lo tanto, se avecina un periodo explosivo que la dictadura legal o no, buscará controlar por la fuerza.
Una situación así debe encontrarnos, cuando menos con un grado mínimo imprescindible, de organización y de unidad. La más amplia para la resistencia, la más madura y cualitativamente revolucionaria para generar las respuestas estratégicas y para el manejo de las acciones tácticas.
Es decir, que se torna imprescindible asumir la necesidad de construir en la lucha, el instrumento político estratégico que ya ha empezado a generarse en la conciencia y la acción común entre el MIR-Masas, el BPP, la C4M y nosotros, pero que debe ajustarse y ampliarse con las fuerzas que expresen los intereses clasistas del proyecto estratégico (clase obrera, campesinado, capas medias urbanas). Pero igualmente es prioritario establecer los niveles de concertación democrática y popular con otras fuerzas que no se engranan en el proyecto estratégico de poder, pero que son parte de la resistencia a la dictadura.
En la construcción de este instrumento político, es necesario superar los viejos errores del sectarismo y del hegemonismo protagonista (no hablamos de la lucha legítima por la hegemonía de clases en el proyecto), puesto que la Revolución deberá fundir en su crisol a todas las fuerzas que liberándose de prejuicios de capilla, entreguen su aporte a la lucha y al triunfo popular por medio de un instrumento único capaz de convertirse en su Estado Mayor, en su dirección genuina, en su factor de cohesión, es decir en su opción revolucionaria de poder.
La concertación política en torno a una plataforma mínima es el nivel más amplio de la unidad necesaria; contra la dictadura. La coincidencia programática es la base frentista del instrumento estratégico de la revolución. Pero incluso podemos buscar y encontrar niveles de coincidencia ideológica que desemboquen en la unidad orgánica para la revolución, al calor de ella. Y para eso hay que superar complejos salvando las diferencias por medio de la discusión fraterna, constructiva y no por la simple intolerancia pontifical. Es bien cierto que el oportunismo incrustado en la Dirección del PCB hizo a nuestro partido capaz de la mayor flexibilidad unitaria, frentista, hacia el centro y la derecha y no así hacia la izquierda del espectro político nacional, por ello es que debemos dar un golpe de timón que nos permita una acción frentista para la revolución, no para mimetizarse de modo incoloro, para la sola sobrevivencia. Ahí está otra clave para encarar la construcción frentista que es tarea de todo el partido en todos sus niveles.
En segundo lugar es necesario articular una acción unitaria y coherente a nivel de masas, especialmente en la COB, CSUTCB para no darle un minuto de respiro al nuevo gobierno, por la vía de coordinar las acciones reivindicativas que confluyan al torrente de la resistencia que debe generar y preparar la ofensiva popular.
Defender las riquezas naturales, el sector estatal de la economía, el salario con escala móvil, la cogestión, las libertades sindicales y políticas. Tal es la plataforma mínima para movilizar a las masas, a los partidos y así oponerle la primera barrera a la regresión oligárquico-imperialista, contra la que tenemos que unir a todos, pero diferenciándonos nítidamente de las acciones que la propia derecha, que no accedió al gobierno, puede realizar para desestabilizar a su socio, (por los intereses comunes de clase que defienden) pero a la vez su rival (porque le disputa el manejo del poder para su propio beneficio).
Pero la preservación del movimiento popular, pasa por la defensa consecuente de las organizaciones sindicales, de la preservación de su unidad, pues son los niveles más inmediatos para coordinar y armonizar las movilizaciones obreras, campesinas, magisteriles, estudiantiles, etc. que son no solamente el sustento de la resistencia, sino el terreno sobre el que podrá desarrollar y consolidar el proyecto estratégico, revolucionario, popular, anti oligárquico y antimperialista. En ese nivel es posible definir un programa de más largo aliento que sea la guía para el accionar de las masas y cuya dirección política nuclear debe expresar ya no el amplio espectro de las fuerzas anti dictadura, sino aquellas organizaciones cuyo compromiso histórico con el proyecto surja de su militancia clasista (obreros, campesinos, capas medias).
Por ello el movimiento sindical y popular no se desarrolla (o no debe desarrollarse) al margen del objetivo político de la opción revolucionaria de poder, porque este le da consistencia a la lucha reivindicativa.
Pero también y como elemento central, es necesario tomar en cuenta el factor militar (en sus dos vertientes) e ir organizando, preparando a las masas para asumir formas superiores de lucha, que permitan provocar la ruptura estatal y la irrupción revolucionaria, en un sistemático proceso de re acumulación popular, tomando en cuenta que es en la lucha y solo en ella que se puede ver la magnitud de las fuerzas.
Solamente de esa manera seremos capaces de evitar la consolidación de la regresión derechista y reabrir el camino de las masas populares, hacia la toma del poder que permita desplegar el proyecto democrático, popular anti oligárquico y antiimperialista, como el camino hacia el socialismo.
VI.La correlación internacional de fuerzas influye también en el curso de nuestra lucha
La coyuntura que caracteriza las tensiones críticas en Bolivia, es un componente y a la vez un reflejo de lo que en el nivel mundial se disputa. El imperialismo belicista, aplicando una política cada vez más agresiva, desarrolla focos de tensión que pueden llevar a la humanidad al holocausto nuclear. Las tesis de Santa Fe, en pleno despliegue, solo pueden ser neutralizadas por la acción sistemática y consecuente de la comunidad socialista encabezada por la URSS, en defensa de la paz y por la lucha antiimperialista de los pueblos que debilita el poderío del complejo militar industrial en cuyas manos se encuentra el poder de la primera potencia imperialista, EE.UU. Por ello es que también interesa, a la resolución de nuestra crisis, el grado de la ofensiva organizada contra el sistema capitalista -cuya crisis estructural es irresoluble- para ensanchar el campo del socialismo, caudal al que también contribuyen los procesos liberadores, populares, antiimperialistas.
América Latina ha ingresado a un nuevo ciclo de su historia. Un deshielo generalizado a empezado por desplazar a las dictaduras fascistas y fascistoides que habían aprisionado esta parte del continente. Uruguay, Argentina y Brasil, han abierto una brecha democrática a la cual Bolivia contribuyó rompiendo la cadena que enlazaba el Atlántico con el Pacífico, los Andes con el Plata, inaugurando un periodo de ofensiva democrática de las masas. En ese cauce también se inscribe el proceso de acumulación democrática y popular del Perú.
De esta suerte, no obstante la persistencia de ese enclave dictatorial de antigua data en el Paraguay y la cada vez más precaria dictadura de Pinochet en Chile, el rostro de esta parte del continente se abre a la historia con una imagen optimista, con la imagen de la democracia. Pero este proceso no es irreversible. También la democracia, si en ella no se profundiza y consolida la lucha popular, antiimperialista, puede convertirse en el territorio de la reacumulación burguesa proimperialista para restaurar su vetusto aparato de dominación, mientras el pueblo embriagado por la recuperación democrática, se olvide de luchar por el poder, por el enfrentamiento revolucionario de la crisis que afecta a todos nuestros pueblos. Si el proceso democratizador no se torna en proceso liberador, revolucionario, no pasará de ser un veranillo de distensión que pronto sucumbirá a los pies de dictaduras redivivas, esta vez con las formalidades constitucionales. Y es que la democracia no es en situación de crisis compatible con la dominación oligárquico imperialista. Está contradicción empieza a hacerse evidente en el Brasil, en Uruguay, en Argentina donde las tenazas financieras del imperialismo, como en Bolivia, inmovilizan los planes contra la crisis y se convierten, objetivamente, en la base para una política claudicante que desanda el camino abierto para el pueblo.
Pero es Centroamérica y el Caribe el punto más agudo del enfrentamiento antiimperialista. La construcción triunfante del socialismo en Cuba, su ejemplo heroico, son para América Latina un estímulo y una guía permanente. Por ello es que la agresividad imperialista pone en riesgo la seguridad y la vida del pueblo de Martí y Fidel. La solidaridad militante con la Isla de la Libertad, no es pues, solamente una obligación internacionalista, sino también constituye la lucha por nuestra propia supervivencia, por la preservación de nuestro futuro liberador.
Nicaragua con seis años de difícil proceso popular liberador, auténticamente revolucionario, es objeto de la agresión abierta del imperialismo que quiere impedir, vanamente, que la obra iniciada por Sandino culmine plenamente. Costa Rica, Honduras, se han convertido en un peligroso arsenal y campo de entrenamiento de la agresión contra Nicaragua. Es en ese marco que últimamente se ha agudizado la ofensiva estadounidense, amenazando con desarrollar una escalada que podría vietnamizar Centroamérica y en verdad todo el continente. Parar esta ofensiva, elevar el nivel del enfrentamiento contra el imperialismo, constituye también la única forma de hacer retroceder a Reagan y preservar la vida, la libertad, de esta heroica tierra donde se cultiva lo más puro de la revolución latinoamericana actual.
El Salvador es la muestra de cómo el pueblo en armas puede inferirle derrota tras derrota a los títeres del imperialismo. De cómo las masas construyen en la lucha su opción de poder, desplegando una estrategia qué acabará por provocar la ruptura estatal y el triunfo revolucionario. Es en el campo de batalla que se resuelve, día a día, la confrontación política que ha adquirido formas superiores y definitivas para su resolución. La concepción nítida de los comunistas salvadoreños es un aporte práctico y teórico a la revolución mundial.
Han logrado, junto a compañeros y aliados (en verdad incorporándose a la lucha ya emprendida por aquellos, en una hermosa muestra de honestidad y modestia, de consecuencia y sabiduría revolucionarias), por medio del FMLN y el FDR, construir el Estado Mayor de la revolución salvadoreña. El apoyo a su lucha, es parte de nuestra propia acción revolucionaria, es consubstancial a nuestra causa. La solidaridad, ahora, cuando más la necesita y no solo la felicitación por la victoria (como suelen hacer los revolucionarios de cartón), es también una adhesión a su sacrificada lucha, comprendida como un afluente principal de lo que será el gran caudal de la revolución latinoamericana qué soñaran Bolívar y Martí.
En esa lucha se halla también empeñado el pueblo guatemalteco qué requiere igualmente del calor solidario, del respaldo militante de nuestros pueblos.
Tales son dos facetas dominantes de la coyuntura latinoamericana que, en verdad, responden a contradicciones estructurales, es decir permanentes en el marco de la época en que vivimos. Por ello, la profundización, la consolidación de la lucha armada en Centroamérica es el despliegue de la vanguardia en el combate antiimperialista, la necesidad de convertir los procesos democratizadores en procesos revolucionarios en esta parte del continente, se ensambla en esa acción y puede, liando la atención sobre Centroamérica, combinarse en una acción generalizada, desde distintos puntos, bajo distintas modalidades, en la lucha antiimperialista abierta, de cuya victoria depende el futuro de nuestros pueblos. De concretarse la unidad latinoamericana, contra la impagable deuda externa y por un nuevo orden económico internacional, entraría en quiebra el mecanismo central de la dependencia porque la acción común de nuestros pueblos sería un arma antimperialista que le daría contenido superior a los procesos democráticos que, bajo distintas modalidades, podrían abrir un nuevo cauce a la lucha liberadora de nuestro continente y hacer cada vez más tenues las diferencias entre la lucha de los pueblos centroamericanos y la del resto de América Latina.
Saber manejar nuestra acción, dialécticamente entre estos dos polos, es también parte de una certera estrategia revolucionaria. Por eso es importante, fundamental, tomar en cuenta la problemática internacional, como partido, como clase, como pueblo, para comprender que la correlación internacional de fuerzas también puede influir positiva o negativamente a nuestra lucha.
1 La definición congresal (posterior a la aprobación de este documento), que hace de Paz Estenssoro Presidente de la República, no modifica esencialmente el cuadro de las fuerzas en pugna, aunque la competencia electoral ahora se tornará en disputa del gobierno por todas las vías.