¿Idiomas oficiales?

El artículo 5 de la Constitución Política sostiene  que: “Son idiomas oficiales del Estado el castellano y todos los idiomas de las naciones y pueblos  indígena originario campesinos, que son…” y luego viene la lista alfabética de 36 idiomas, que comienza con el aymara (a) y termina en el zamuco (z). El inciso siguiente de este mismo artículo constitucional dice que el Gobierno plurinacional y los gobiernos departamentales deben utilizar al menos dos idiomas oficiales, uno de ellos debe ser el castellano y el otro se decidirá tomando en cuenta el uso, la conveniencia, las circunstancias, las necesidades y preferencias de la población.

Hasta aquí todo está bien, parece un paso importante de reconocimiento de los pueblos originarios y su derecho elemental de usar “oficialmente” sus idiomas. Se supone que en las instancias del Estado debiera no solo hablarse, sino también escribirse en esas dos lenguas, el castellano y el correspondiente idioma local en uso. Pero, ¿qué está ocurriendo en la realidad? Nada ha cambiado. Seguimos viviendo en un Estado monolingüe que no admite el uso de las lenguas nativas, especialmente en cualquier trámite escrito.

Y lo digo por03 experiencia propia, sufrí el retraso de más de un mes en una gestión sencilla ante la oficina de Derechos Reales de La Paz, porque luego de desesperantes esperas y colas interminables de varias horas (otro irritante problema), al llegar a la ventanilla mis papeles fueron categóricamente rechazados porque el nombre de la calle en que vivo, en el municipio de Mecapaca, estaba escrito en aymara y no en castellano. Ni con la CPE en la mano pude convencer a la displicente funcionaria, quien además era una profesional abogada.

Me pregunto, qué pasaría si usted pone Waxchilla (en aymara) y no Huajchilla (en castellano) en cualquier papeleo semejante, ante cualquier representación del Estado. Ejemplos sobran. ¿Cómo reaccionarían los exigentes funcionarios de la gobernación o de municipios paceños, que pueden ser aymaras ellos mismos, si usted escribe Larikaja (Larecaja), o Sapaxaqui (Sapahaqui) o Luriway (Luribay)?

O, tratándose del quechua, si usted escribe Misk’i en vez de Mizque.  A más de un funcionario medianamente letrado le causaría asombro o hilaridad si usted, por ejemplo, pone Wila-uma en vez de Viloma o Sipi-sipi en vez de Sipe-sipe refiriéndose a las batallas que en esos sitios tuvieron lugar durante la guerra de la independencia.

Si esto ocurre con los idiomas aymara y quechua, que no solamente son utilizados por millones de bolivianos y bolivianas, sino además ya tienen un notable avance en la normalización de sus escrituras, es fácil imaginar lo que pasa con los restantes idiomas minoritarios, simplemente no existen en el mundo oficial.

A propósito de este tema y a manera de rendirle un justo homenaje, queremos mencionar al prominente investigador Joseph Barnadas, recientemente fallecido, quien al presentar el Diccionario Histórico de Bolivia (DHB) decía ya el año 2002: “Es verdad que sigue gozando de hegemonía el más irresponsable caos ‘españolizante’, amparado en una seudotradicionalidad (…) pero de lo que no puede dudarse es que el caos prevaleciente no merece ningún respeto, pues en los hechos equivale a ignorar y hacer escarnio de la voluntad de sus hablantes de llegar a disponer de un instrumento eficaz de expresión y de comunicación (…)”.

Continúa Barnadas, sabio catalán que hizo de Bolivia su patria adoptiva: “Ya sabemos que hay quienes pretenden legitimar el desorden imperante con el argumento de ‘esa es la forma de escribir esas palabras en un texto español’.  Este tipo de argumentos podría tener fuerza si se tratara de palabras procedentes de culturas que a lo largo de los siglos no hubieran tenido contacto con el país; pero tratándose de los principales pueblos, culturas y lenguas originarios del país parece obvio que hay que plantear el tema de otra forma. Cabe por ejemplo, preguntarse: ¿dónde, si no es en su propio país, pueden esperar ver respetadas las formas propias de un léxico propio los millones de ciudadanos bolivianos que hablan esas lenguas, pero que no suelen tener voto a la hora de decidir cómo hay que escribirlas? Si no es ésta la mínima medida de respeto, ¿podría esperarse o cabría exigirles que lo consideren país ‘propio’? Parece, pues, que la dosis de respeto que pueden esperar debe ser que en su país las formas propias sean las únicas oficiales”.

Este criterio se aplicó rigurosamente a lo largo de las más de 2.500 páginas del DHB, cuya elaboración dirigió Barnadas.  Creo que ése fue uno de los más grandes aciertos de esta obra verdaderamente monumental. El DHB, como toda obra humana, tuvo también algunos desaciertos, que su principal autor me dijo que tenía la esperanza de enmendar en una posible segunda edición. Ojala ésta se haga algún día, a pesar de su lamentable partida. Ukamauquiwa… Chaylla karqa…  Esito sería..