Al firmar el libro de condolencias por su partida me enfrenté a la misión casi imposible de resumir en pocas palabras mi percepción sobre un personaje de dimensiones universales. Esto es lo que salió: “Gigante del pensamiento, la palabra y la acción; campeón de la dignidad de los pueblos de Cuba y de América Latina”.
La noticia de su muerte conmovió al mundo, en ningún país pasó desapercibida. Por el contrario, suscitó casi siempre expresiones de admiración, de respeto y congoja. Los funerales, con la participación de millones de personas de todas las edades y condiciones, difícilmente tienen parangón, tanto en la isla como en el planeta entero. Con solo mencionar estos dos elementos caen en el más grotesco ridículo las acciones de jolgorio de grupos de residentes de origen cubano en Miami, cuyas imágenes fueron difundidas hasta el cansancio y el hastío por CNN y otras cadenas televisivas. Asimismo, dejan una pésima impresión las palabras del presidente electo de Estados Unidos, quien ha desenterrado la caduca fraseología de la Guerra Fría y ha dejado una amenazante perspectiva de anular lo que se había avanzado con Obama en materia de normalización de relaciones, y lo peor, levantar de nuevo el “gran garrote” (big stick) contra nuestros pueblos.
En resumen, con Fidel Castro estamos ante una personalidad descollante e influyente del último medio siglo a nivel mundial. A riesgo de quedarnos cortos se enumeran a continuación algunos de sus aportes, en gran medida plasmados en la Cuba de hoy. Por encima de todo, la irrenunciable dignidad y soberanía de los pueblos que él mismo encarnó en su patria; la visión bolivariana y martiana de integración de la gran patria latinoamericana; su convicción de la necesidad y posibilidad de cambios revolucionarios orientados a la igualdad y la justicia social; su concepción del desarrollo, no solo como crecimiento económico, sino también como desarrollo social dirigido a reducir y eliminar la pobreza, aspectos que se tradujeron en notables logros en la educación y la salud, adelantándose a las metas del milenio de la ONU; la genuina posición internacionalista y solidaria concretada en el apoyo a la lucha contra el dominio colonial en África y en las misiones de salud desplegadas en decenas de países; la erradicación de la discriminación y las desigualdades, tanto raciales como de género; iniciativas pioneras en pro de una conciencia ambientalista; su invariable apoyo a la reivindicación marítima boliviana, y un largo etcétera.
El camino no fue nada fácil ni tranquilo, ya se sabe. Desde el norte vinieron atentados terroristas; reclutamiento, preparación y financiamiento de grupos contrarrevolucionarios; campañas masivas y multimillonarias de desinformación; persistente y criminal bloqueo económico y financiero; aislamiento y expulsión de organismos internacionales como el sistema interamericano de la OEA; política migratoria destinada a seducir y atraer a refugiados cubanos (clara muestra de discriminación con los migrantes de los demás países latinoamericanos); y, junto a otro gran etcétera, por si lo anterior fuera poco, un increíble número de conspiraciones para eliminar físicamente a Fidel Castro. Frente a tal cúmulo de obstáculos, cuánta razón tenía Eduardo Galeano al decir que la Revolución cubana resultó lo que pudo ser y no lo que quiso ser.
No siendo un ente angelical, con sus virtudes y defectos, con sus manías y errores, con sus certezas e intuiciones, pero con su tenacidad a toda prueba y su terco aferramiento a una base de principios, Fidel Castro pasó la prueba. La Historia lo absolverá, no me cabe la menor duda.