Hemos sostenido reiteradamente en esta columna que la falta de coherencia es uno de los factores preponderantes para hundir en el descrédito a cualquier actor político. En otras palabras, cuando alguien dice una cosa y hace lo contrario, cava su propia tumba. No hay atenuantes posibles. Si en teoría sostienes X y en la práctica haces Z, a la corta o a la larga pierdes el apoyo de la gente.
El Gobierno actual asumió funciones el 8 de noviembre de 2020, con una potente base de legitimidad gracias al 55% de apoyo en las urnas, frente a una oposición dispersa, desarticulada y minoritaria. Las señales emitidas, en lo que se consideraba una reconducción del proceso de cambio, eran de diálogo y reconciliación, sobre todo en aras de enfrentar unidos la lucha contra la pandemia y por la reactivación de la economía. Tales los rasgos principales de la coyuntura.
Cuatro meses después el panorama es, lamentablemente, muy distinto.
El primer traspié fue una Ley de Emergencia Sanitaria lanzada sin consenso, que hace dudosa su aplicación y entrega la base social del sector salud a manos de una dirigencia manipuladora, corporativista y reaccionaria. Con un mínimo de flexibilidad y sagacidad política era posible dejar a esa dirigencia sin los argumentos que ahora les sirven de pretexto para desarrollar acciones opositoras de verdadero sabotaje a las imprescindibles campañas contra el COVID-19.
El mismo aparato de fiscales y jueces que en su momento emitió como volantes mandamientos de aprehensión contra Evo Morales, García Linera y otras autoridades, de pronto advirtió que el amo del poder había cambiado y voltearon la tortilla: anularon sus demandas anteriores y empezaron a capturar a personeros del gobierno “transitorio”, inclusive ignorando procedimientos legales como la notificación previa. Sin duda estas acciones no son el resultado de un espontáneo y súbito arrebato del Poder Judicial en la lucha contra la impunidad, sino que fueron inspiradas u ordenadas desde el Poder Ejecutivo.
Poco antes, gracias a una normativa precipitadamente aprobada, se dejó sin efecto la “detención preventiva” de varios cientos de manifestantes apresados durante los disturbios de octubre y noviembre de 2019. Considerando los métodos de captura en masa practicados por la Policía y su incapacidad de identificar a los verdaderos autores de los desmanes, parecía una medida justificada. Sin embargo, la pregunta obligada es si de esta manera no se deja en la más completa impunidad a los violentos de ambos lados, aquellos que quemaron domicilios y vehículos y también sedes sindicales, tribunales electorales y otras dependencias. ¿O solamente estaban encausados los de un solo lado?
El debate entre los que pensamos que sí hubo un golpe de Estado, por cierto no al estilo clásico, y los que sostienen que hubo fraude sin atinar a demostrarlo de manera contundente e irrefutable, puede y debe continuar. No está dicha la última palabra. Quizá se necesite la perspectiva del tiempo para mayores esclarecimientos. Entretanto, se hace imprescindible frenar los ánimos revanchistas y los afanes sediciosos.
Es necesario exigir coherencia de unos y otros.
Los que prometieron reconciliación y diálogo que lo practiquen, rectificando los pasos errados que han venido dando y que derivaron en malestar, deterioro acelerado de la situación y una rearticulación agresiva de todos los grupos opositores. Pende una creciente amenaza de desestabilización en momentos extremadamente delicados. Urge dar la cara y recuperar la iniciativa política, tanto en la acción gubernamental como en las movilizaciones populares.
Los que dicen ser abanderados de la democracia y defensores acérrimos de la Constitución, que lo demuestren, dejando de lado acciones sediciosas de trasfondo racista y colmadas de odio, terminen por admitir la derrota que sufrieron en las elecciones generales y se dediquen a administrar con eficacia las porciones de poder que conquistaron en las recientes elecciones “subnacionales”.
No hay de otra