Página Siete La Paz – domingo, 19 de junio de 2022
El hombre de barba, bigote y cabello plateado, un referente para el periodismo, explica en el inicio de su obra que el periodista que lleva dentro le ha ganado a su novelista interno que pugnaba por narrar un libro con un pie puesto en la ficción y el otro en la realidad. Así, sobre el caballo de la primera persona, el docente cuenta sus andares políticos y personales. Escribe con pasión y pulcritud sobre lo que vio y cómo lo vivió.
El título no deja espacio a dudas sobre el espacio temporal en el cual se realiza la obra. Hace un repaso a lo que sucedió en Bolivia en una de las épocas más duras de su historia, poco después de la revolución del 9 de abril de 1952. Y sí, Bolivia tuvo épocas duras y el país no se divide en Antes de Evo y Después de Evo.
Situémonos en febrero de 1959, cuando un funcionario de la embajada Americana se animó a decir en la revista Time que “la única solución a los problemas de Bolivia es abolir a Bolivia, y que sus vecinos se dividan el país y sus problemas”. Semejante atrevimiento fue rechazado. Narrado desde las palabras del maestro de periodismo: “De las escuelas y la universidad salió el agudo grito de protesta del sentimiento nacional herido. Escuelas, colegios secundarios, universitarios recorrieron las calles y las plazas alertando en coro: “Bolivia libre, sí; colonia yanqui, no”. Y, todas las clases sociales se levantaron a los acordes del himno nacional: ¡Morir antes que esclavos vivir! Y atacaron la embajada de Estados Unidos…”
Una referencia temporal: la Guerra del Chaco fue el origen de un nacionalismo desbordante y concluyó en 1935, llegó la revolución de abril del 52 en la cual la tricolor se alzó a la par de los fusiles. Eran tiempos en los cuales el patriotismo era un denominador común y un representante de Estados Unidos, país que ya tenía injerencia de sobra en el país, se le ocurrió la brillante idea de descuartizar a Bolivia. Testigo de aquella revuelta fue el estudiante del colegio nocturno Teodomiro Beltrán, Carlos Soria Galvarro, quien por entonces era un quinceañero que se admiraba con la fortaleza que tenían quienes salían a las calles a defender lo suyo.
Desde el presidente de Bolivia hasta los estudiantes tomaron aquella afrenta estadounidense como un bofetón, la respuesta en las calles y en los discursos fue enérgica. El artículo “Caos en las nubes”, publicado en la revista Time fue uno de los acontecimientos que está casi olvidado por la historia oficial… en el libro de Carlos se le da el valor histórico a éste y otros sucesos.
Y don Carlos, ¿por qué le decían Qhechi?, le pregunta Página Siete. Él responde: “por mi hermano mayor Eduardo, a él le decían Qhechi, palabra quechua que significa cabello erizado”. Otro legado de su familiar fue la perseverancia y la pasión por la lectura.
Pero él heredó mucho más que un sobrenombre, siguió los pasos revolucionarios de Eduardo. Fue reclutado por la Jota, el denominativo de entonces para la Juventud Comunista de Bolivia, y se comprometió con las luchas sindicales.
Pero no todo era política, en su niñez trabajó en una heladería y vendiendo telas que llevaba en bicicleta. Y, en medio, quedó fascinado por la lectura, a sus 10 años. Él nació en Pairumani (Cochabamba) su familia era nómada y durante un año fueron a San Isidro (Santa Cruz). Aquella época dejó la escuela y papá y mamá le dieron tareas ineludibles: ser el proveedor de leña en la casa y transportar el agua desde el río hasta su hogar. Ambos le recordaban que la ociosidad era la madre de los vicios y por eso lo tenían ocupado. Su mamá no estaba conforme con que no vaya a la escuela y decidió darle lecturas para alimentar su mente. Aquel tiempo nació su gusto por las letras y su imaginación pudo viajar por las novelas de Julio Verne y el libro Los grandes inventos del científico francés Louis Figuier. En su Recordatorio Carlos califica aquel año con estas palabras: “El más feliz de toda mi infancia”.
Otra de sus confesiones es su predilección por los viajes, lo que él cataloga como uno de los mayores placeres de su vida. En el libro es posible viajar por lugares tan distantes y diferentes como la URSS, o Argentina.
Sin embargo, si le dieran a elegir, él preferiría una y otra vez Bolivia… y obviamente Pairumani. Narra cómo fue que llegó a México –justo después del asalto a la Central Obrera Boliviana, del 17 de julio de 1980, cuando Luis García Meza se hizo del poder por las armas y quien no estaba con el gobierno de entonces debía vivir con el testamento bajo el brazo– obligado debido a sus inclinaciones políticas que distaban un mundo de la represión militar.
Narra en Recordatorio que en noviembre de 1980, estando prisionero en una celda de la Dirección de Orden Político en la calle Comercio, una funcionaria de la Agencia de la ONU para los Refugiados (Acnur) le preguntó a qué país quería irse; y Carlos le contestó que a ninguno. Volvió a la cárcel y de ahí se lo llevaron a México.
En el libro hay un capítulo en el que es posible imaginar a Carlos colorearse por una mujer, sufrir y amar el baile, declamar poemas al oído, llegar a escribir palabras de amor sobre la nieve en San Petersburgo. Sí, el amor a veces puede ser tan revolucionario.
En medio de las hojas del Recordatorio hay amistades forjadas en la lucha combativa. Está, por ejemplo, el buen Antonio Jiménez Tardío, quien era de una “pasta humana excepcional”. Siendo católico activo y practicante él dudaba de ser admitido en la Jota; no solo fue admitido, también pasó a ser parte fundamental de la agrupación, en la cual lo bautizaron como Pan Divino, y participó en la guerrilla del Che Guevara en Ñancahuazú. Murió en aquella contienda… pero solo mueren los que se olvidan y Carlos lo recupera de su memoria y le dedica un capítulo en el cual recuerda las lecturas compartidas y las anécdotas juntos.
Su Recordatorio es una mirada diferente, más humana y menos acartonada, de la historia del país. Es justo y necesario para no olvidar lo imprescindible.