El chico que buscaba al Che de la cachucha

Reproducimos un capítulo del libro ‘Andares del Che en Bolivia’, de Carlos Soria Galvarro, sobre el guerrillero que ya no usaba su famosa boina.

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Carlos Soria Galvarro. Foto: Victor Gutiérrez – La Razón

Imagínense ustedes a un muchacho de poco más de 20 años, militante de la Juventud Comunista de Bolivia (JCB) desde que tenía 16, candoroso admirador del personaje de Ostrovski, Pavel Korchaguin, que se sabe muchas canciones de la guerra civil española, Oh bella ciao… de los guerrilleros italianos y Por llanuras y montañas… de los soviéticos. Estudia Historia en la Universidad pero ya se considera un revolucionario profesional, a tiempo completo. En 1961, en la ciudad de Cochabamba, junto a otros muchachos arrojó globos con tinta roja en el consulado de España la noche que fusilaron a Julián García Grimau y huyó del lugar en bicicleta antes que llegara la Policía. En 1963-64 pasó con notas sobresalientes el curso anual completo de la Tsentralnaya Komsomolskaya Shkola (Escuela Central del Komsomol) de Moscú. En 1966, pese a ser el de menor edad del grupo dirigente, fue elegido secretario general en el II Congreso de la JCB. Ahora está en Camiri, la ciudad más próxima al campamento del Che, es el mes de marzo de 1967 y faltan menos de 15 días para el primer combate que da comienzo a las acciones armadas. Le acompaña Luis Abasto, joven minero despedido de Siglo XX, miembro de la dirección ampliada de la JCB a quien todos conocen con el apodo de Sullu. Están hospedados en la casa del dirigente local del PCB en Camiri Israel Avilez y esperan hacer un contacto con Coco Peredo, a quien aprecian y conocen desde varios años atrás. Solo ese muchacho sabe que un proyecto de foco guerrillero está siendo organizado en las inmediaciones y que han surgido discrepancias entre los operadores cubanos y la dirección del PCB. Abasto lo sabe también, pero en términos muchos más difusos e imprecisos. Avilez lo mismo, sabe de los preparativos, que le entusiasman, pero desconoce las discrepancias surgidas. Tres compañeros de la dirección de la JCB, a los cuales él estima entrañablemente, Antonio Jiménez, Aniceto Reinaga y Wálter Arancibia, este último también trabajador minero del legendario centro minero de Siglo XX, y condiscípulos de la escuela del Komsomol los dos primeros, están involucrados en el proyecto guerrillero, no se sabe si por decisión propia o por instrucciones del PCB. Monje había dicho que, por lo menos en el caso de Jiménez, él se hacía responsable de su permanencia en el campamento pues le habría dado instrucciones para que se quede. El Che estaba desaparecido desde 1965 y podría estar entre los operadores cubanos del proyecto. En la cabeza de aquel joven —que ustedes ya se habrán dado cuenta que era yo— bullían muchos interrogantes: ¿Será el Che el que comanda el grupo? ¿Será posible realizar una discusión política con los compañeros de la JCB ya incorporados? ¿Podría convencerlos de que por disciplina partidaria salgan del campamento… o, a la inversa, ellos convencerán a su secretario general a quedarse a luchar con ellos? ¿Qué tan verdaderas serán las diferencias que impidieron un acuerdo con los guerrilleros, como informó Mario Monje en la reunión del Comité Central, a la que asistimos con Loyola Guzmán y Ramiro Barrenechea como “invitados”, solo con derecho a voz? Todas esas preguntas y otras que inquietaban a aquel muchacho quedaron sin respuesta. Las acciones se desencadenaron antes de tiempo, él y su compañero tuvieron que salir de Camiri en forma precipitada ante el riesgo de ser apresados. Con esa versión anecdótica quisiera hoy comenzar mi reflexión sobre el tema que nos reúne. Como lo dije en el prólogo al primer tomo de mis trabajos de investigación documental sobre el Che, de alguna manera me siento un sobreviviente de aquella época en la que muchos miembros de nuestra generación nos sentíamos en disposición de entregar la vida por la revolución. Hace poco, en una presentación televisiva el entrevistador quería que yo le confirmara que los de esa generación de los años sesenta y setenta hacíamos apología de la muerte y estábamos dispuestos a matar, es decir, a eliminar al otro, para hacer avanzar nuestros propósitos. En verdad, poco había pensado en ello, pero les puedo asegurar que era al revés, amábamos la vida, queríamos transformar la realidad, queríamos un mundo más humano, donde reinara la solidaridad, la libertad y la justicia. Y para ello estábamos dispuestos a entregar nuestras propias vidas. Puedo asegurarles también que ése era el modo de pensar de los jóvenes que acompañaban al Che, a muchos de los cuales conocí estrechamente como personas de alta calidad humana. Los meses que siguieron a esta estrambótica presencia nuestra en Camiri intentando tomar contacto con la guerrilla, es decir de marzo a octubre de 1967, pasaron como un torbellino. El PCB fue declarado fuera de la ley y comenzó una fuerte persecución a sus cuadros dirigentes y fue silenciada su prensa. Las relaciones entre el PCB y el naciente núcleo urbano de la guerrilla eran confusas y complicadas. Los dirigentes de entonces, y por supuesto no solamente Mario Monje, hacían cálculos, simulaciones y maniobras. Puedo suponer que pensaban más o menos así: si la guerrilla se consolida y avanza victoriosa, estamos con ella o somos parte de ella; si fracasa, nos lavamos las manos, nosotros dijimos que ése no era el camino. Supuestamente el PCB mantenía su propia línea, que era diferente y contraria al foco guerrillero, pero a la vez declaró su solidaridad con la guerrilla, solidaridad que en cierto momento los jóvenes de entonces llegamos a pensar que no podía ser solamente lírica, a pesar de las diferencias que teníamos con lo que vino a llamarse foquismo. Solidaridad que debía traducirse en hechos, sobre todo después de que el gobierno aplastara sangrientamente a los trabajadores mineros en la masacre de San Juan, el amanecer del 24 de junio de ese año, y después de que se confirmara la caída de Antonio Jiménez en el mes de agosto.Tal cual podrán imaginarlo, teníamos vacilaciones y amargas desgarraduras, verdaderas crisis de conciencia, como el propio Che dejó escrito en su diario cuando advirtió lo que significaba, estando con él, asumir una posición diferente a la del partido en el cual militábamos. ¿Cuál era nuestro deber de revolucionarios? ¿Cómo mantener la fidelidad al partido en el que nos habíamos educado y al que nos sentíamos vitalmente unidos y a la vez acudir a la trinchera que ocupaban nuestros compañeros, equivocadamente como se nos decía, pero realmente como nosotros la sentíamos? A mediados de septiembre, Ramiro Barrenechea y yo, los dos dirigentes que quedábamos del núcleo de cinco elegidos por el Comité Nacional del II Congreso, pues Loyola, Antonio y Aniceto habían sido ya separados en el mes de febrero, decidimos incorporarnos a la guerrilla para dar testimonio de nuestra decisión personal de combatir en el único frente que en ese momento resistía de hecho al gobierno dictatorial. Tomamos esa decisión sin abandonar nuestros puntos de vista críticos, sin dejar de ser opuestos a la teoría del foco. El contacto fue imposible, Loyola había sido detenida por esos días y el final llegó a las pocas semanas en La Higuera. Ésa es mi aproximación personal a los hechos de aquel tiempo. No conocí al Che físicamente, como seguramente por falta de comunicación sugieren los organizadores de este evento. Pasados los años, desde las filas del PCB luchamos por el esclarecimiento histórico de los hechos, exigimos que se explicara de manera transparente ante el pueblo boliviano y ante el mundo entero la actuación de los dirigentes que habían manchado al PCB con el estigma de Judas. Este propósito no se pudo cumplir, tanto por el pertinaz y sistemático silencio que revelaba la intención, creemos que todavía vigente, de arreglar las cuentas con la historia de manera administrativa, al mejor estilo burocrático. Como también por la instauración de gobiernos dictatoriales en Bolivia que, como es obvio, relegaban estos temas de la agenda de preocupaciones partidarias y eliminaban cualquier posibilidad de discusiones democráticas internas. Hace más de diez años (1985), de todas maneras, rompimos el vínculo orgánico con el PCB, luego de un cuarto de siglo de militancia permanente, y emprendimos un trabajo de recuperación y difusión documental que prosigue hasta hoy y que todavía no ha llegado a la fase de reflexiones e interpretaciones como hubiéramos querido.