La Razón La Paz / 13 de julio de 2022
Uno: el ceibo es un guardián. En los valles cochabambinos es tradición tener/plantar uno delante de la casa del padre y de la madre para que sus raíces se aferren a la tierra y sus ramas excaven en el cielo. Carlos Soria Galvarro ha querido abrir y cerrar su libro de memorias —Recordatorio: estampas de la segunda mitad del siglo XX— con dos imágenes de un poderoso ceibo. No de cualquiera sino del que está en su casa natal de Pairumani, valle alto. En la primera de ellas, se ve a más de 30 personas almorzando bajo la sombra del gigante hace más de siete décadas, cuando todavía vivían sus progenitores; en la segunda, tomada este año, se ve al ceibo solitario como un anciano sabio.
Dos: el año más feliz de toda su infancia lo pasa en San Isidro, comunidad en la carretera entre Cochabamba y Santa Cruz. La familia deja atrás Quillacollo y el chango Carlos no va a la escuela pues hay clases solo hasta segundo básico y a él le toca cuarto. A falta de colegio están los libros. La madre ha cargado una colección de novelas de Julio Verne y un libro mágico, Los grandes inventos del francés Louis Figuier. El primero de todos es la imprenta, toda una señal para un homo typographicus como Carlos.
Tres: “Marina” baila para “Moisés” una polka. “Marina” es Soledad Barrett Viedma, comunista paraguaya, nieta del anarquista/escritor español Rafael Barrett. “Moisés” es Carlos Soria Galvarro y apenas tiene 20 años. Es la Nochevieja del 63, Escuela Central del Komsomol, Moscú. La llama del amor está por encenderse. “Marina” invita a la pista a “Moisés”. El boliviano, entonces no lo sabe, bailará hasta las seis de la madrugada. “Ella irradia una dulzura infinita; su cuerpo inspira una inmensa ternura con una mezcla de pasiones inevitables; sus ojos parecen guardar una oculta tristeza”, así la recuerda. “Marina” y “Moisés” caminan las calles de la capital soviética haciendo “empanadas”, miran el mar (Caspio), visitan juntos el Hermitage, asaltan el Palacio de Invierno, se enrolan en el crucero Aurora en Leningrado y pintan corazones en la nieve frente a la majestuosa catedral de San Isaac.
Entonces “Moisés” susurra una vieja canción de su abuelo Natalio —¿el que plantó el ceibo?— en los oídos de “Marina”: “Sobre una roca grabé tu nombre / que altiva se alza junto a la mar / ni las tormentas pueden borrarlo / ni olas furiosas, ni el huracán. / Sobre la nieve grabaste el mío / y al levantarse radiante el sol / gota por gota, letra por letra, / como llorando lo disolvió”. Así también va a morir ese amor. Carlos confiesa ahora que fue un “estúpido engreído, un arrogante” (como canta la Jurado) por debilitar aquella llama. Soledad Barrett Viedma, militante de la Vanguardia Popular Revolucionaria, es asesinada 10 años después en plena dictadura brasileña en lo que se conoce hoy como la “masacre de la Chácara de São Bento”. Su cuerpo continúa desaparecido.
Cuatro: estamos ahora en 1967, hogar de Israel Avilés, dirigente del Partido Comunista de Bolivia (PCB), Camiri. Carlos y Luis Abasto, joven minero despedido de Siglo XX, están en la ciudad más próxima al campamento del Che Guevara. Han decidido, junto a su camarada/ poeta Ramiro Barrenechea Zambrana, sumarse a la guerrilla, a pesar de sus críticas al foquismo y a contrarruta de la decisión del partido y de la “Jota”, su escuela, su casa, su piel. Son “jóvenes puros en ese mar sangriento” (Neruda dixit). Carlos ya piensa con cabeza propia. Detenida su único contacto, Loyola Guzmán, la incorporación fracasa. Soria Galvarro —desgarrado ante el sacrificio de sus amigos combatientes— nunca conocerá al Che pero consagrará parte de su vida a estudiar/ difundir su (querida) presencia transformada en leyenda. Todavía hoy lamenta la falta de autocrítica a la hora de valorar la relación nunca esclarecida del Partido Comunista con las guerrillas. Los demonios no han sido exorcizados ni las conciencias, tranquilizadas.
Cinco: Soria Galvarro, que posee el ”poco envidiable privilegio de haber sobrevivido”, cierra sus memorias (políticas-partidarias) con un llamado a fortalecer los movimientos sociales, a construir desde abajo el poder de la gente. “Sería el mejor tributo y homenaje a la sangre demarrada”.
Seis: en la tierra que vio nacer al compañero Carlos (tío Peto para la familia) es tradición enterrar la placenta del recién nacido debajo de un ceibo. Como la memoria, los árboles son las columnas del mundo; si los exterminamos, el cielo y sus demonios caerán sobre nosotros. El libro (del querido Qhechi) ha plantado un ceibo.
Ricardo Bajo es periodista y director de la edición boliviana del periódico mensual Le Monde Diplomatique. Twitter: @RicardoBajo.