En estos 34 años de democracia en Bolivia hubo de todo, tanto que es difícil hacer un recuento minucioso. El 10 de octubre de 1982, asumió el gobierno de la Unidad Democrática y Popular (UDP), cuya victoria en las urnas le había sido escamoteada por el golpe militar del 17 de julio de 1980. En vez de nuevas elecciones se impuso la fórmula de instalar el Congreso elegido antes de la acción golpista. Parecía una solución práctica y viable ante las urgencias del momento, pero escondía los gérmenes del desastre, pues ponía al nuevo gobierno a merced de una oposición mayoritaria en el Parlamento.
La UDP, expresión unitaria de las fuerzas que habían resistido y finalmente derrotado a la dictadura militar, heredaba una tremenda crisis económica y tenía las manos atadas para resolverla. Sumadas sus complicaciones internas y la falta de consecuencia en la aplicación de su propio programa, el resultado fue la catástrofe: hiperinflación galopante, inestabilidad social y política inauditas.
Fue anulado un largo proceso histórico de acumulación en pro de una democracia de masas que transforme el país y atenúe las desigualdades sociales. La oportunidad terminó derrochada sin misericordia. Esta aplastante derrota de la izquierda en el poder abrió el camino a la ejecución de las recetas del así llamado “ajuste estructural”. A título de recuperar la estabilidad, se implantó un modelo neoliberal implacable que se extendió por más dos décadas (1985-2006).
Privatizaciones, “relocalización”, entreguismo, pérdida de la soberanía, sometimiento al poder imperialista, ensanchamiento de las desigualdades fueron las características predominantes.
Entremezclados se produjeron fenómenos a tomar en cuenta como el surgimiento, apogeo y desaparición de liderazgos caudillistas (Max Fernández/Carlos Palenque); y para vergüenza del país, la designación del exdictador Banzer a la presidencia gracias a apenas un 22% de la votación (1997). Y también la desaparición de corrientes presuntamente renovadoras de la izquierda como el MIR, una de cuyas alas sucumbió cruzando los “ríos de sangre” que lo separaban del exdictador; la otra hizo lo propio proporcionando un barniz “progresista” a los potentados del esquema neoliberal.
En materia de reformas políticas, contradiciendo sus posibles motivaciones iniciales, la Ley de Participación Popular (1994), al reconfigurar los espacios territoriales, entregar recursos a las instancias locales y estimular el control y la participación social, fortaleció los movimientos sociales, especialmente en las áreas rurales.
Poniendo en evidencia que la democracia no es una panacea que resuelve de por sí todas las diferencias, en la década de los 90 hubo torturas y asesinatos de prisioneros, como los casos del Ejército Guerrillero Túpac Katari (EGTK) y la Comisión Néstor Paz Zamora (CNPZ), y hasta masacres de mineros, como la de Amayapampa y Capasirca.
Al rayar el nuevo siglo, acontecimientos augurales son la llamada “guerra del agua” en Cochabamba y la insurgencia indígena/originario/campesina en el altiplano, vinculados de cierta forma al renacimiento de identidades étnicas al calor de los 500 años y a la reivindicación de “territorio y dignidad” de los pueblos indígenas de tierras bajas.
El hito que abre el paso a los tiempos nuevos fue el estallido insurreccional de octubre de 2003, con epicentro en El Alto. Pero de esta crisis, como de todas las anteriores y posteriores, los bolivianos logramos salir por caminos democráticos. Es más, hemos sido capaces de proyectar y aplicar grandes y perdurables transformaciones por la vía democrática. Ésa es una fortaleza a ser defendida y consolidada, no hay donde perderse.