Al cumplirse los 40 años de la recuperación de la democracia, la inclusión de mi nombre en un listado de personas e instituciones que contribuyeron a lograrla, motivó algunas reflexiones que quisiera compartir con los lectores, no sin antes hacer público mi agradecimiento al Tribunal Supremo Electoral por esa distinción.
En primer lugar, el carácter esencialmente colectivo o social que debieran tener estos reconocimientos. Siento que como individuo no fui ni soy un elemento aislado, sino parte de un movimiento general orientado al establecimiento de una democracia donde sean respetadas las libertades, rijan las leyes y no el poder omnímodo de personajes o grupos privilegiados, y asuman plena vigencia los derechos humanos. En tal sentido, merecen homenaje de admiración y respeto los trabajadores, en especial los mineros, campesinos, estudiantes, periodistas, artistas, profesionales, hombres y mujeres, verdaderos artífices de la apertura de una senda democrática para el país.
La lucha por conquistar la democracia no está circunscrita exclusivamente a lo que va del 4 de noviembre de 1964 (golpe de Estado de Barrientos) al 10 de octubre 1982 (posesión del gobierno de la Unidad Democrática y Popular (UDP), encabezado por Hernán Siles Zuazo). Se trata de un periodo de 18 años en los que predominaron las dictaduras militares y sobre el cual una Comisión de la Verdad ha recopilado un enorme volumen de información que urge revisar, sistematizar y difundir.
Las acciones en pro de la democracia vienen desde mucho antes, prácticamente desde la fundación de la República y abarcan también los últimos 40 años, lapso en el cual se presentaron no pocas situaciones de retroceso autoritario y de conculcación de la democracia. Ejemplos válidos son, entre otros, la Masacre de Amayapampa y Capacirca (1996), el “octubre negro” (2003), el desconocimiento de los resultados del referéndum del 21 de febrero (2016), el fallo del Tribunal Constitucional sobre la reelección indefinida (2017) y, por supuesto, la crisis que desembocó en el derrocamientos de Evo Morales en los sucesos de octubre-noviembre (2019) que, en algunos casos, volvieron a asumir formas de masacre (Sacaba, Senkata).
Un aspecto negativo a destacar es la impunidad de la gran mayoría de los autores intelectuales y materiales, cómplices, encubridores y beneficiarios de las violaciones a la Constitución y otros crímenes, particularmente actos flagrantes de corrupción. La impunidad es la norma y el castigo difícilmente alcanza a ser la excepción. Debiera caer sobre esas personas por lo menos una suerte de castigo moral pues, por de pronto, es imposible un accionar medianamente aceptable del sistema judicial, podrido hasta la médula y sometido a las órdenes de los poderosos de turno, sean éstos dueños del poder económico o eventuales titulares del poder político. Basta recordar la notable eficiencia con la que jueces y fiscales se pusieron a las órdenes del régimen “transitorio” de Áñez y en particular de su principal operador Arturo Murillo. Con el mayor cinismo tuvieron que desandar lo andado y volvieron cuando el actual partido gobernante retornó al poder, menos de un año después. Se dice ahora que toda esa camada judicial sigue muy atenta la pugna interna del MAS para decidir a tiempo a qué palo arrimarse.
Expresando el sentir y el pensar de todos y todas que ya no están (porque cayeron en la lucha o porque partieron prematuramente por diversas causas), quisiera reiterar la indeclinable voluntad de seguir contribuyendo a la construcción de una cultura democrática, en particular con trabajos de recuperación, conservación y difusión de la memoria del país. Ese es mi grano de arena.
Carlos Soria Galvarro es periodista.