Volvemos sobre el tema no solamente porque todavía hay mucho por desembuchar, sino también porque con la “detención preventiva” de unos pocos peces gordos se habrían tranquilizado las conciencias y el asunto tendería a salir de la agenda de los debates públicos dejando las cosas, poco más o menos, tal como estaban.
No pensamos en el fácil expediente de que siempre lo pasado fue mejor. No dudamos de que desde etapas muy anteriores hubo granujas sin principios y sin moral que lucraron a costa de la educación superior o la hicieron víctima de sus manejos políticos sectarios. Pero aun así no primaban los aspectos negativos, tenían mayor peso acciones como la defensa del propio régimen autónomo, la lucha contra las dictaduras y en pro de la democracia, la defensa y recuperación de los recursos naturales, la solidaridad con mineros, campesinos y otros sectores populares. Podemos destacar en ese contexto a presidentes de la Confederación Universitaria Boliviana (CUB) como Adolfo Quiroga Bonadona, sacrificado en la guerrilla de Teoponte en 1970, y a Jorge Ríos Dalenz, asesinado en Chile por la dictadura pinochetista en 1973. Todo ello y mucho más le daba brillo a la universidad, sin menoscabo de su misión esencial de formar profesionales, desarrollar las bases científicas y la conciencia para el desenvolvimiento del país en su conjunto.
¿Cuándo comenzó a invertirse la balanza a favor de la truculencia negativa? Por cierto el cambio no se dio de la noche a la mañana, tuvo lugar en procesos que, a nuestro juicio, tentativamente son los siguientes:
El lastre del sometimiento al modelo neoliberal que comenzó a implantarse con las dictaduras y tuvo su apogeo desde 1985.
El crecimiento siempre ascendente de la matrícula. Por ejemplo, tomando en cuenta a todo el sistema (universidades públicas, privadas y especializadas) entre 2010 y 2020 (10 años) se incrementó en un 36%. Desde algo más de 350.000 a casi medio millón de estudiantes (curiosamente en esta última cifra el porcentaje de mujeres es ligeramente superior al de los varones). Salta a la vista que las instituciones universitarias, especialmente las del sector público, nunca tuvieron las condiciones suficientes para absorber a tamaña explosión de la matrícula.
Y, un tercer factor, quizá el más gravitante, la entronización de un concepto mal llamado “poder estudiantil”, introducido por una corriente ultraizquierdista que ya no está de moda, pero que dejó perniciosas secuelas difíciles de erradicar. Del mismo modo que la idealización del rol de vanguardia del proletariado en el plano político social, se quiso convencer a todos que en la universidad el “estamento” estudiantil debía tomar el poder en sus manos para operar los cambios necesarios y barrer con todas las lacras que le afectaban. En otras palabras, los estudiantes debían tener el control mayoritario sobre las grandes y pequeñas decisiones con derecho a veto, imponiéndolas al “estamento” docente y subordinando al “estamento” administrativo. Se trata, ni duda cabe, de una distorsión disparatada del co-gobierno docente estudiantil. Con tal lógica en los hechos, los núcleos dirigentes del estudiantado pasaron sutilmente a ejercer labores administrativas, que antes les correspondía vigilar; en la práctica la participación y el control social estudiantil fueron remplazados por una suerte de gestión ineficiente absolutamente inapropiada. Administrativos y docentes, bien gracias, la impertinencia estudiantil les permite eludir responsabilidades y negociar las partidas presupuestarias en base a prebendas. En ese caldo de cultivo nacieron los dinosaurios.
Experimentamos en carne propia esas formas aberrantes de funcionamiento cuando ejercíamos la Dirección de Canal 13. Muchos ejemplos podíamos contar.
Carlos Soria Galvarro es periodista.