Cárceles: bomba de tiempo

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Los recientes acontecimientos luctuosos que vienen ocurriendo en Brasil nos recuerdan que el grave problema de los regímenes penitenciarios tiene dimensiones continentales. Pero, como suele decirse “mal de muchos… consuelo de tontos”.

Lo que pasa en nuestro país  posee sus propias características y, en proporción al volumen de la población, podría ser incluso mucho peor de lo que sucede en el país vecino. Bástenos recordar que en el motín carcelario de Palmasola, en agosto de 2013, hubo más de una treintena de muertos y que de modo incesante los casos de muerte han continuado.

La cuestión penitenciaria es uno de los componentes de la gravísima situación por la que atraviesa la justicia boliviana y posiblemente uno de los más lacerantes visto desde el punto de vista de los Derechos Humanos. La posibilidad de abordar por lo menos atenuantes, sin hablar todavía de de soluciones, pasa entonces por el encaramiento integral de esta problemática, la búsqueda de cambios estructurales y la puesta en práctica de avances normativos que en la práctica no se cumplen, se quedan en el papel como simples enunciados.

A juicio de especialistas que lleva años estudiando estos temas, ese es precisamente el principal problema: un contraste entre leyes y decretos muy avanzados y una realidad

horripilante y dantesca que tiene diversos orígenes. Entre ellos el bajísimo monto que el Presupuesto del Estado asigna a la Justicia (apenas, un 052%). También el abuso persistente de la “detención preventiva” que llena las cárceles de prisioneros y prisioneras sin sentencia, dando lugar a un hacinamiento descomunal (por ejemplo, la cárcel de Mocoví en el Beni, construida para 150 personas, alberga en la actualidad a casi 500; o San Pedro, en La Paz, donde existen más de 250 internos sin celda, que duermen en pasillos, gradas o patios al descubierto). A esto hay que sumar la paulatina pérdida de control de los recintos carcelarios por parte de la policía y la toma de éstos por bandas organizadas que no solamente monitorean acciones delincuenciales en el exterior, sino que disputan entre si, a veces de forma sangrienta, para poseer la sartén por el mango.

En el trasfondo  de este panorama, se denuncia también el cercenamiento de la autonomía del órgano judicial y su sometimiento constante a presiones y manipuleos de diverso tipo.

Y por si todo lo anterior fuera poco, circula en general una escasa y deficiente información sobre estos temas, situación que es aprovechada demagógicamente por algunos políticos para hacer creer a la ciudadanía que el endurecimiento de las penas se traduciría en mayores niveles de seguridad, una falsedad refutada por la experiencia mundial y por todas las investigaciones al respecto.

Varias instituciones y personalidades han expresado más bien su temor de que esta falta de información adecuada conduzca a retrocesos en la normativa, por ejemplo, frente el fenómeno de las pandillas algunos creen que la solución sería anular ciertos avances logrados en la formulación de los códigos sobre niños niñas y adolescentes. Proponen penas más rigurosas, en vez de una justicia restaurativa y educativa, como debe ser. Lo grave es que ya anda rondando por ahí un anteproyecto de ley en ese sentido.

En resumen, en tanto no cambie de forma sustancial el régimen penitenciario, las cárceles seguirán siendo una bomba de tiempo. En vez de reeducar a ciudadanos y ciudadanas para reintegrarlos a la sociedad, seguirán sirviendo, en lo fundamental, al entrenamiento de personas feroces y desalmadas, capaces de delinquir desde adentro y más aun al momento mismo de recuperar su libertad.