Algunos lectores de esta columna en la quincena anterior discreparon abiertamente de mis opiniones sobre lo que pasa con los idiomas originarios, constitucionalmente oficiales, pero rechazados en los trámites escritos ante las reparticiones del Estado. Se interesaron en enviar sus comentarios, lo que pone en evidencia que el tema sí es importante, aunque, como es natural, las divergencias y contradicciones pueden ser muy marcadas. El tema es bastante complejo y además muy sensible, puesto que para algunos es remarcar las diferencias entre bolivianos en vez de insistir en aquello que más bien nos une, en este caso, el uso del idioma castellano para entendernos entre nosotros.
Los lectores que enviaron sus comentarios suponen que no es posible ni necesario que en el papeleo del mundo oficial se escriban los nombres propios tal cual deben escribirse, por lo menos en aymara o quechua, que son los idiomas que ya tienen más o menos normalizada su escritura. A uno le parece sencillamente impracticable. Y otro se pregunta: “¿Qué pasaría con un documento escrito en aymara, que tuviera que ser considerado en el TSJ, donde ninguno (o, por lo menos, no la mayoría) habla esa lengua?”. No aspirábamos a tanto, nos referíamos solo a los topónimos (nombres de lugares), pero si se diera el caso, la solución sería muy sencilla: se traduce, pues.
Traducción sería entonces la palabra de orden si queremos desarrollar prácticas verdaderamente interculturales y descolonizadoras en todas las instancias. En la educación, en el Parlamento, en el periodismo, en los nombres de las calles y pueblos, en los avisos en sitios públicos (como ya se hace en el teleférico de La Paz, por ejemplo). De lo contrario, seguimos en el “caos españolizante” como decía Barnadas. Continuamos con el dominio avasallante del castellano sobre los idiomas originarios. Retrocedemos incluso más allá de la Constitución reemplazada en 2009, que ya reconocía a Bolivia como “multiétnica y pluricultural”.
Dice uno de los lectores que la propuesta sería válida en países como Suiza, Canadá o Paraguay, donde el grueso de la gente es bilingüe, “domina” por lo menos dos lenguas. Afirmación muy dudosa por cierto. Pero si alguna experiencia podríamos extraer de estos países, especialmente de los dos primeros, es que se respeta el idioma de cada quien, funcionan sistemas educativos paralelos, se usa por escrito los diferentes idiomas en el ámbito estatal y, por supuesto, se practica la traducción en gran escala; todo lo cual no significa, sin embargo, que no tengan conflictos y dificultades. En Paraguay quizá la situación es distinta, dado que el guaraní, como segunda lengua generalizada, es más oral que escrita.
Como decían Ramiro Molina y Xavier Albó, para Bolivia el gran desafío entonces es: “el paso del monolingüismo, sea en lengua nativa o —en el polo opuesto— en castellano, hacia un bilingüismo de doble vía, como una condición que facilite también el mantenimiento y fortalecimiento de la propia identidad étnica como la comunicación y el intercambio creativo entre los diversos pueblos indígenas y no indígenas” (Gama étnica y lingüística de la población boliviana, 2006).
Construir ese “bilingüismo de doble vía” es un largo proceso cuyos resultados, aparejados con la descolonización de las mentes, todavía son inciertos. Pero habría que comenzar por algo; por lo menos escribir los nombres propios en el idioma que corresponda y traducir sistemática y masivamente documentos, discursos, mensajes, noticias, avisos y otras actuaciones públicas. Eso no es nada del otro mundo. Esito sería… Chaylla karqa… Ukamauquiwa…