— La poesía es un ingrediente fundamental de la cultura humana.
— Ni tanto, hay pueblos que la pasan muy bien sin recursos poéticos, es decir sin poesía y sin poetas…
— No lo creo, eso es imposible, donde menos se piensa saltará la liebre.
— ¿No será que la poesía solamente alcanza a una reducida cantidad de personas caracterizadas por una sensibilidad especial hacia la belleza del lenguaje escrito?
— ¡Momento! ¡Momento! Hay culturas poco extendidas en la escritura pero que tienen riquísimas manifestaciones poéticas, la incaica o la guaraní, sin ir lejos.
Palabras más, palabras menos, esos eran el fondo y el tono de la discusión al interior de un grupo de jóvenes periodistas y también algunos poetas, reunidos en la antigua casona de la calle Ingavi donde por muchísimo tiempo había funcionado una agencia bancaria y en cuyo segundo piso funcionaba entonces, todavía muy precariamente, la Fundación Cultural del Banco Central de Bolivia y, si mal no recuerdo, las academias bolivianas de la Historia y de la Lengua. Se trataba de un “vino de honor” en el que se celebraba la aparición de un nuevo libro o algo así, y luego del brindis los concurrentes formaron grupos en los que se conversaba y discutía diversidad de temas como el mencionado rol de la poesía. En determinado momento, intentando hacer aterrizar a mis contertulios les lancé la provocación:
— A ver, díganme, ¿la poesía puede matar? Casi todos se pronunciaron por la negativa, salvo quizá que como efecto colateral haya empujado al suicidio a algún romántico desesperado. Les dije que la cosa no va por ahí, que en Bolivia tenemos un caso de muerte por efecto directo de la poesía. Y les relaté lo que sabía acerca de lo ocurrido en la ciudad de Sucre a raíz de una conmovedora poesía declamada por su autor, Jorge Calvimontes, condenando la masacre de la noche de San Juan en junio de 1967. Por aquellos días se reunía en la ciudad capital un encuentro nacional de poetas.
En cierto momento, por pura casualidad, descubrí en otro grupo de invitados a Héctor Borda Leaño y pedí a los incrédulos muchachos que preguntáramos a un testigo directo de cuanto había ocurrido. Dicho y hecho, el gran poeta orureño relató que el encuentro fue convocado y organizado por otro grande de la poesía, el chuquisaqueño Eliodoro Ayllón (autor del celebrado poema Pido la palabra…), que concurrieron celebridades de la poesía boliviana como Yolanda Bedregal y Alcira Cardona, y que se expresó una corriente plenamente solidaria con los trabajadores mineros masacrados.
En cierto momento notamos que una señora desconocida para todos, se había aproximado al grupo y seguía con interés el animado diálogo. De pronto, se animó a intervenir:
— Perdonen que interrumpa. El fallecido en el paraninfo universitario de Sucre era mi hermano. Se llamaba Miguel Ángel Turdera Pereyra, era maestro de profesión y estaba a punto de terminar sus estudios de abogado. Era una persona robusta y sana y sin antecedentes cardiacos. Simplemente el poema leído por Calvimontes lo emocionó tanto que no pudo resistir…
Con estos y otros datos proporcionados por la familia e incluso una fotografía de Miguel Ángel, publiqué una nota en el suplemento cultural El Duende del periódico La Patria de Oruro. Publicación que no conservo en archivos pues en una de las últimas llegadas de Jorge a La Paz, desde México, tuve que obsequiársela.
Como lo dijo Ramiro Barrenechea: “…la poesía fue el primer lenguaje que nos diferenció del resto de la naturaleza, es decir que nos hizo humanos” (en el interesantísimo ensayo introductorio de Ardientes profetas de la aurora, compilación de poesía escrita por grandes líderes, libro de casi 300 páginas, que no lleva fecha, lugar de edición, ni depósito legal).
Conclusión, no subestimar a la poesía, puede ser una herramienta eficaz para recuperar la memoria y para vencer a la impunidad.
Carlos Soria Galvarro es periodista.