La Razón, 31 enero de 2016
No es la primera vez que en esta columna comparto con los lectores algunas legítimas interrogantes con relación a los informes presidenciales. La principal: ¿hay cerca del Presidente alguien con una mínima experiencia comunicacional que le aconseja o por lo menos le sugiere la forma cómo estos informes pueden ser mejor presentados? Por lo que ha vuelto a ocurrir el 22 de enero, pareciera que esa persona no existe, o si existe, nadie le hace caso, ni el Presidente ni los colaboradores más cercanos encargados de procesar la abundante información que seguramente llega de todas las instancias y niveles gubernamentales.
Otra, también preocupante: ¿será que el Presidente recibe esas orientaciones de alguna o algunas personas especializadas, pero se empecina en presentar sus informes tal como lo hace? Sería una grave deficiencia, diría mal de su capacidad de asimilar las lecciones que la vida misma pone ante sus ojos.
Otra, más grave: ¿tal vez por puro llunk’us los integrantes del entorno presidencial en vez de decirle al Primer Mandatario que esa manera de presentar los informes no es la adecuada, lo felicitan y le aplauden diciéndole que todo está de maravilla? Podría ser, lamentablemente el llunk’erio tiene una larga data en nuestra historia y todos sabemos lo dañino que es. Claro que el Presidente también debería saberlo. Con 10 años de conducción del gobierno, su dimensión de estadista ha crecido en muchos sentidos, pero en el tema de presentar sus informes, se aplazó y volvió a mostrar su falta de consideración por la gente.
En realidad no se necesita ser especialista para saber que en todo proceso informativo o comunicativo puede aparecer el fenómeno del “ruido”, que interfiere la señal del emisor, impidiendo o haciendo difícil que el mensaje llegue al receptor. Este “ruido” puede ser del contexto o del medio que transporta el mensaje, por ejemplo abucheos y silbidos o mala calidad del sistema de audio. Pero también puede originarse en el propio emisor, por ejemplo, voz poco audible, afonía, inseguridad en la lectura, duración excesiva del mensaje o poca relevancia de los datos emitidos. Es de lamentar, pero algo de eso sucede reiteradamente en los mensajes presidenciales.
El receptor, en este caso presentes-oyentes-televidentes de todo el país, podría soportar un discurso de seis horas o más si realmente hubiera necesidad y si el mensaje tuviera la capacidad de conmover y seducir (recordemos la avidez y atención con las que se siguió los alegatos bolivianos en La Haya). Pero ese no es el caso, solo una danza desordenada de números y comparaciones que agotan a cualquiera después de la primera media hora. No se prioriza ni se resume. Tampoco se subraya o remarca lo esencial, que es precisamente una manera de combatir el “ruido” comunicacional. Cuando todo es importante, al final nada lo es.
Me atrevo a pensar que solamente mis colegas periodistas asignados a la cobertura del evento, por obligación laboral, aguantaron las casi seis horas de alocución presidencial. Y el laborioso trabajo que hicieron, especialmente en los medios impresos, sirve a todos, incluidos los funcionarios gubernamentales y los analistas que ahora cuentan con la información resumida, sistematizada, priorizada y, por tanto, legible.
Algunos opositores dicen que el Presidente aprovechó su largo informe para hacer campaña por el Sí. Yo no estaría tan seguro de los resultados de tal campaña, salvo la de haber vuelto a convencer a los que ya estaban convencidos.