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Escribo estas líneas consternado por la escalada de violencia del conflicto con los cooperativistas mineros, bajas entre los bloqueadores producidas por armas letales y el secuestro y asesinato del viceministro Rodolfo Illanes. No me atrevo a pronosticar lo que vaya a ocurrir hasta el domingo, fecha en que aparecerá esta columna, pero abrigo la esperanza de que se imponga la razón, que no se deje impunes los crímenes cometidos y, por difícil que sea, se encuentre una solución a las demandas planteadas, preservando el interés general. Ello implica que de un lado se abandone la prepotencia y los intereses mezquinos, y del otro, se muestre habilidad negociadora en vez de soberbia inflexible. Para eso debieran servir las experiencias del pasado, tema que originalmente había decidido abordar esta quincena, a raíz de que mis colegas del Animal Político tuvieron a bien entrevistarme sobre la luctuosa jornada del 21 de agosto de 1971.
No es fácil para un periodista estar al otro lado de la grabadora, no formular las preguntas, sino más bien tener que responderlas, pero en lo personal la fecha me marcó tan intensamente que bastó que Iván Bustillos hurgara un poco para que se desataran los recuerdos. Entre otras cosas, porque la instauración de la dictadura significó para mí el abandono definitivo de los estudios de Historia en la antigua Facultad de Filosofía y Letras de la UMSA (hoy Humanidades) y después, mi accidentado ingreso al periodismo en las radios mineras.
Sé lo que cuesta separar la paja del trigo y meter en un cierto número de caracteres lo esencial de una prolongada y desordenada conversación como la que tuvimos con Iván. Por eso quería aportar con algunos temas hasta cierto punto anecdóticos que él no alcanzó a tocar. Por ejemplo, el recuerdo de la compañera vallegrandina Elvira Cuéllar, persona que toda su vida hizo gala de un extraordinario espíritu solidario, el 21 de agosto vino hasta mí, en plena plaza del estadio y me arrebató el poncho de lana de llama que entonces usaba: eres el blanco perfecto para los francotiradores, dijo. El poncho rectangular con flecos en las puntas, muy utilizado entre los universitarios de la época, más la barba todavía oscura, me hacían fácilmente distinguible en medio de la multitud. En efecto, los francotiradores causaron muchas bajas en Miraflores, al principio creíamos que eran balas perdidas que venían desde los combates de Laikakota, pero después descubrimos que se disparaba a mansalva desde edificios circundantes. El libro de historia de la familia Mesa dice que hubo 98 muertos en el ascenso de Banzer. Probablemente sean muchos más y algunos de ellos no cayeron en combates frontales, sino por disparos desde lo alto.
Otro aspecto: el refugio a los perseguidos que actuábamos en la clandestinidad. Quisiera mencionar por lo menos a la familia Araníbar del mercado Rodríguez, don Marcelino, doña María y su hijo Jorge; a la familia de don Nicolás Estrada Castelú y su esposa Luciana Velasco, del barrio La Merced en Villa Fátima; al sastre oriundo de Caracollo Abdón Núñez (caminaba con muletas, pues la faltaba una pierna), vivía en la calle Cuarto Centenario a unas cuadras de la avenida Buenos Aires, en su pequeña habitación me escondí en situaciones desesperadas, pero a condición de mantenerme a oscuras, inmóvil y con un candado por fuera mientras él estaba ausente; y al inolvidable Antonio Paredes Candia, frente a la Estación Central, lugar seguro y privilegiado por su inmensa biblioteca que pude disfrutar los días que me tuvo oculto y que no fueron pocos. ¡Nunca pude agradecer lo suficiente tantos gestos solidarios!