Siempre resulta motivador y reconfortante recordar las múltiples iniciativas que impulsó Xavier Albó, desde su comprometido emplazamiento a favor de las mayorías campesinas e indígenas de nuestro país. Nos preciamos de haber sido cómplices en algunos pocos de esos emprendimientos cuando estuvimos en la dirección del Centro de Documentación e Información (Cedoin) y después del Programa de Apoyo a la Democracia Municipal (Padem). Desde allí colaboramos en la edición de un breve texto suyo sobre Víctor Hugo Cárdenas en la Vicepresidencia (1993), también lo hicimos en dos de la serie Jesús de Machaqa: la Marka Rebelde de Roberto Choque, Esteban Ticona y el propio Albó (1996 y 1997) y, por último, en otro también suyo sobre campesinos e indígenas en el poder local (1999).
Permítasenos decir algo sobre el proceso de elaboración de estos y otros aportes en la monumental obra de Xavier. Como casi toda su extensa contribución al mayor conocimiento de nuestra abigarrada y cambiante realidad social, se trata de construcciones colectivas, abiertas a complementaciones diversas, textos generalmente flexibles y atentos a la continuidad investigativa. No intentan establecer conclusiones generalizables a todo tiempo y lugar, ni menos afirmaciones¬ cerradas de carácter definitivo. Albó no hacía exégesis ni diatribas. No especulaba sobre los datos recogidos, sino que permanentemente insinuaba posibles lecturas que enriquezcan la visión de lo que está pasando y lo que puede pasar.
En el ámbito de las instituciones de «cooperación al desarrollo», que en cierto momento ejercieron una notable influencia en el país, se solía hablar en todos los tonos de la necesidad de establecer coordinaciones, sumar esfuerzos, evitar duplicaciones innecesarias, etc. Sin embargo, los resultados concretos de ese extendido discurso eran en la práctica sumamente escasos y frustrantes. Se decía mucho pero se hacía poco.
Muchos de los trabajos de Albó rompieron ese círculo vicioso y mostraron a las claras cómo una labor efectivamente coordinada, sin mezquindades ni oportunismos institucionales —que también los había y muy frecuentes—, podía arrojar resultados positivos y generar efectos multiplicadores. Demostraba, por otra parte, que lo que más hacía falta en el ámbito de las instituciones era iniciativa creadora, ya que los recursos mal que bien existían y, si se compartía esfuerzos, resultaban más que suficientes.
Esto nos lleva a una cuestión sobre la que no se reflexionó lo suficiente al momento de sistematizar las experiencias de trabajar directamente con y desde las organizaciones campesinas, para que utilicen la ventana de oportunidades que la coyuntura les otorgaba. Esto se traducía en una formulación muy precisa: “Para aprovechar las potencialidades de desarrollo y democratización, creados con la Ley de Participación Popular, es preciso fortalecer a las organizaciones de la sociedad civil —campesinas e indígenas en este caso— elevando su capacidad de propuesta y de concertación, entre ellas y con otros actores locales, articulando niveles desde lo micro-comunal, municipal o provincial, pasando por lo meso o departamental y abarcando a lo macro o nacional”.
En ese sentido, nos parece además muy pertinente la afirmación de que tal fortalecimiento de la organización nunca sería un resultado automático, sino algo que se debe lograr con dedicación y esfuerzo, y añadiríamos con lucidez y modestia, respetando las tradiciones organizativas propias de campesinos e indígenas, y a la vez, contribuyendo a que sobre la base de esas tradiciones organizativas asuman los desafíos que la nueva realidad les estaba presentando. Quizá estas reflexiones hubieran sido útiles en los tiempos actuales, por cierto muy diferentes transcurridas más de dos décadas.
Carlos Soria Galvarro es periodista