Tiempos hubo en que nuestro país, a tenor de lo que pasaba en América Latina, se embarcó ciegamente en los procesos de integración. El más esperanzador de ellos en los años 70 fue, sin duda, el Acuerdo de Cartagena, más conocido como Pacto Andino, en cuyos inicios abarcaba efectivamente a la totalidad de los países de la región andina.
Innumerables encuentros, debates interminables, negociaciones de nunca acabar y, por supuesto, incalculables recursos financieros se invirtieron en los planes integradores. Era tal la confianza que se tenía en el éxito que sus impulsores soñaban despiertos diseñando, por ejemplo, una industria automotriz conjunta en la que cada país aportaría con determinadas piezas. Uno de los que permanece en los recuerdos por su sinceridad y entusiasmo era el general Arsenio Gonzales Rojas, infatigable impulsor de los acuerdos de integración.
Además, el proceso tenía una normativa que de alguna manera restringía la inversión extranjera, pues la obligaba a “latinoamericanizarse” después de un cierto número de años. De ese modo se presentaba a los empresarios o a los Estados el desafío de reemplazar a los inversores no latinoamericanos.
Durante no poco tiempo era tal la importancia que se le asignaba al tema que incluso teníamos un titular de integración en el gabinete ministerial. En el gobierno de Lidia Gueiler, por ejemplo, durante un corto tiempo ocupó esa cartera el dirigente de las cooperativas mineras, Pánfilo Anavi.
¿Qué queda en pie después de tantas décadas?
Pues nada, o casi nada. El primer rudo y traicionero golpe al Pacto Andino lo dio Chile, al abandonar el Acuerdo y abrirse unilateralmente a la inversión externa. De ahí en más todo fue desmoronarse y dar marcha atrás. Quizá lo único que queda son los bajos índices de intercambio comercial, algunos pocos mecanismo de relacionamiento político y una sigla en los pasaportes que nos identifica como miembros de la “Comunidad Andina”.
Desafortunadamente, iniciativas posteriores de integración corren el riesgo de seguir el mismo camino.
La edición argentina de Le Monde Diplomatique de febrero analiza esta cuestión como tema central bajo el sugerente gran titular con el que encabezamos esta columna. El dipló “una voz clara en medio del ruido”, como reza uno de sus lemas, no es nada optimista con lo que está ocurriendo. Para despertar el interés de los lectores rescatamos algunos fragmentos del denso aporte intelectual que presentan los articulistas: “En un contexto de crisis de la globalización, el estancamiento de los procesos de integración profundiza las fracturas regionales”… “Arduo pasado y dudoso futuro de las uniones regionales”… “El sesgo hacia un contenido político y de defensa de los intereses comunes de los países asociados que impulsaron en el Mercosur los gobiernos llamados progresistas entre 2004 y 2015, se invierte ahora con la llegada al poder de las fuerzas conservadoras en Argentina y Brasil”
Se lanzan también preguntas inquietantes aún no respondidas: “¿Cómo convivirán Unasur y Celac… organismos más políticos e independientes, con los gobiernos que potencian nuevamente el modelo exclusivamente económico-comercial de la integración?… “¿Cual será el futuro del Alba?”
El único rayo de esperanza que surge de la lectura de estos análisis es que, pese a todo, a la derecha que empuja el péndulo hacia su lado no le será nada fácil la reimplantación lisa y llana del esquema neoliberal. Eso indica que, al margen del desarrollismo campante, lejos de las acciones efectistas, por encima de la ceguera y la soberbia, algo distinto podría hacerse, hasta que los vientos vuelvan a soplar en la otra dirección. Pienso.