Tengo el más absoluto convencimiento de que los pueblos latinoamericanos son los que han perdido.
No obstante que la prensa y las redes sociales están estos días anegadas por comentarios y análisis de lo ocurrido en Brasil, resulta ineludible abordar el tema, a riesgo de incurrir en repeticiones o confrontarme con muchos de los opinantes en boga. Es que el asunto es demasiado grave y complicado como para restarle atención.
Un primer pensamiento que asoma es que el triunfo de la ultraderecha en el país vecino ratifica, una vez más, que no hay situaciones irreversibles. Que la historia, como auténtica creación humana, no tiene un recorrido simplemente lineal siempre ascendente, con causas reconocibles y efectos más o menos previsibles. Que en su camino se pueden presentar destellos luminosos, como también baches horrendos, retrocesos impresionantes y caídas abismales; sobresaltos inusitados y caprichos desconcertantes. Fenómenos por lo general carentes de una fácil explicación racional.
En segundo término, tengo el más absoluto convencimiento de que el pueblo brasileño y los pueblos latinoamericanos son los que han perdido. No pasará mucho tiempo para que asomen los verdaderos intereses que están detrás del desaforado bocón elegido en las urnas. Se vendrán abajo los tibios avances tendientes a disminuir la aberrante desigualdad de la sociedad brasileña, efectuados por los gobiernos del Partido de los Trabajadores (PT), entre otras razones porque la estructura económico social que hace posible esa desigualdad ha permanecido intacta. Ahora los ricos están de fiesta, han retomado a plenitud la sartén por el mango. Del mismo modo, la integración latinoamericana al margen de la tutela estadounidense, impulsada particularmente por el expresidente Lula, ya bastante disminuida por la acción de los gobiernos de Argentina, Chile y Colombia, ha recibido un golpe demoledor. El gran garrote de Trump ha conseguido un apoyo que cambia radicalmente el marco geoestratégico en la región.
La corrupción ha sido uno de los grandes temas, y cuán fáciles son las generalizaciones que terminan poniendo en una sola bolsa a justos y pecadores. Basta con que los responsables de la gestión pública no hayan mantenido rígidos los mecanismos institucionales de control. Basta con que no hayan cumplido a cabalidad la promesa de “cero tolerancia a la corrupción” para que ésta los salpique, dejándoles manchas indelebles que la gente sabe distinguir y castiga indignada. Con semejante lección, más de uno debía poner las barbas en remojo por estos lares.
Otra perla a tomar en cuenta. El uso masivo de redes sociales en campañas electorales ya comenzó hace algún tiempo. Pero la sistemática, persistente, millonaria y bien financiada utilización de esas redes para la difusión de noticias falsas hizo su debut en Brasil y vino para quedarse. Es un arma mortífera, cuyos efectos antidemocráticos solo ahora comienzan a ser calibrados, y no hay regulación posible que pueda evitarlos. Nos parece, pues, verdaderamente fuera de lugar y rayana en la estupidez la afirmación de un candidato de que la votación por Bolsonaro era resultado de una sociedad “bien informada”, cuando es exactamente todo lo contrario.
Por último, se abre un periodo de incertidumbre sobre las relaciones de nuestro país con el gigante vecino, y nunca como ahora hace falta inteligencia, moderación y habilidad diplomática para sortear las dificultades que ya se pueden avizorar en el horizonte. De lo contrario, los daños para Bolivia pueden ser muy elevados.