La supervivencia del proceso depende de la consolidación, ampliación y perfeccionamiento del sistema democrático
A lo largo de los últimos años, hemos sostenido en esta columna que el proceso de cambios que comenzamos a vivir desde 2006 era el resultado de un prolongado período histórico de acumulación de las luchas del pueblo boliviano por el ejercicio pleno de la soberanía nacional, por avances en materia de justicia social y, fundamentalmente, por la vigencia irrestricta de la democracia. Dijimos que la perspectiva del proceso y su propia supervivencia dependían directamente de la consolidación, ampliación y perfeccionamiento del sistema democrático.
Es más, al ser parte de una generación que resistió y combatió a los regímenes dictatoriales, optamos por la democracia sin reticencias ni cálculos utilitarios, a sabiendas de que, como alguna vez se dijo en los debates, “la democracia tiene el rostro de quien la ejerce”. Quiere decir esto que la democracia es un espacio en construcción en el que los sectores populares (obreros, campesinos, indígenas), profesionales y capas medias diversas pueden fortalecer sus capacidades propositivas, de organización y de negociación y, a través de su participación cada vez más activa y consciente en el escenario público, construir desde abajo su propio poder.
“Contribuir a una cultura democrática, donde los intereses nacionales y populares se robustezcan y terminen imponiéndose por ser más consistentes y por contar con la adhesión mayoritaria, sería el mejor tributo de homenaje a la sangre derramada”, dijimos en cierta ocasión al hacer el recuento de los sacrificios que implicó la lucha.
Se nos agolparon en la mente las reflexiones anteriores a raíz de lo ocurrido el miércoles 21 de febrero. En primer lugar, porque “la sangre no llegó al río”, a pesar de los temores existentes. Solo unas pocas escaramuzas nacidas de la intolerancia de algunos manifestantes de ambos extremos y de ciertos excesos de la Policía. Fue una jornada de movilización de fuerzas políticas contrapuestas, impensable si no viviéramos en democracia. Para las nuevas generaciones que no han conocido la experiencia de las dictaduras, es la mejor demostración de que estamos en democracia. Que podemos disentir, discrepar y expresar de diversos modos nuestros diferentes puntos de vista. Nada de esto podía ocurrir en tiempos de Barrientos, de Banzer o de García Meza. Ésa es una primera lección positiva que habría que extraer, sobre todo para hacer perdurable el clima democrático, protegiéndolo de las amenazas que se ciernen en el horizonte.
Un segundo aspecto a remarcar es el análisis sesgado de unos y otros. Los dirigentes de los partidos tradicionales, ubicados a la derecha, se atribuyen el respaldo de todos los movilizados contra la repostulación indefinida, lo que está muy lejos de ser cierto y se va haciendo cada vez más explícito.
A su vez, con demasiado simplismo y miopía, los analistas del oficialismo subestiman este rechazo, al punto de hacerle decir al Presidente que “ganaron por goleada”, cuando a lo sumo, en el mejor de los casos, fue un polarizado, ajustado y discutible empate. Asimismo, decir que fue una confrontación izquierda-derecha mete en una sola bolsa a muchísimos núcleos de jóvenes, mujeres y activistas de causas verdaderamente progresistas, junto a neoliberales nostálgicos de las dictaduras. Todo lo cual, a la larga, viene a ser un error político que puede acarrearles severas consecuencias.
Se abre una nueva etapa, sin duda. Si se recupera la sensatez, y se obtienen las conclusiones pertinentes del 21 F 18, nos podría ir mejor como país con una abultada agenda, en la que apenas es un pequeño puntito una lejana contienda electoral para la que faltan casi dos años.
Es periodista.